martes, 22 de noviembre de 2022

La economía del engaño

 


Es curioso. Hasta hace no mucho tiempo, las camisas se me desgastaban por el cuello. Era entonces cuando las desechaba para siempre. Pero de un tiempo a esta parte observo que las camisas no se estropean por el cuello sino por una de las mangas. Un día me voy a poner una camisa recién planchada y es cuando descubro que se ha producido una abertura horizontal de diez centímetros en mitad de una manga. No es que me haya ocurrido una vez sino varias. Desconozco la causa. Como soy mal pensado por naturaleza enseguida deduje que ello se debe a la obsolescencia programada, es decir, que la tela ya llevaba incorporada una parte más sensible para que se rompiese por ahí en el momento más inoportuno, como sucede con las lavadoras, las pantallas de televisión, las impresoras y las lámparas incandescentes. La función de esa obsolescencia es la de generar mayores ingresos debido a compras más frecuentes, que redundan en beneficios económicos continuos por periodos de tiempo más largos para empresas o fabricantes, lo que conlleva más acumulación de residuos. Aquí de lo que se trata es que consumamos. Los creativos de moda lo saben. Como bien señala hoy Manuel Bellido en un artículo publicado en El Correo de Andalucía, “nos estamos acostumbrando a comprar constantemente, a velocidad irrefrenable, y sin pensarlo dos veces dejamos de pensar en las próximas rebajas para comprar algo nuevo que tendrá un destino probablemente breve o brevísimo”. Hace años, recuerdo, las cosas adquiridas en la tiendas duraban muchísimo. Yo siempre pongo el ejemplo de mi vieja máquina de escribir “Underwood”, que tiene casi un siglo y todavía está operativa; o la máquina de coser “Singer” tan usada por mi abuela desde el año catapum, más tarde por mi madre, para hacer remiendos. Ahora resulta que en el ADN está escrito nuestro destino, que solo puede ser alterado por un accidente, como ocurriría  con la máquina de coser o de escribir si las lanzásemos al vacío desde un quinto piso. Los que ya peinamos canas recordamos las primeras “medias de cristal” de mujer confeccionadas en nylon (inventado por Wallace Carothers en 1935) que no se rompían nunca. A mí me pasó con unos calcetines verdes que compré a un tripulante del vapor “Escolano”, que cada quince días arribaba al puerto de Santander procedente de América. Se estiraban sin romperse como la elástica “tripa de Jorge”. Por cierto, nunca supe quién fue el tal Jorge. Debería habérselo preguntado a José María Iribarren. Quizá se trate tan sólo de un nombre elegido al azar entre los más populares de la época, como se hizo con “Paco el de la rebaja” y “Ambrosio el de la carabina”. Como decía, aquellas medias de mujer cayeron en desuso a principios de los 60, cuando se descubrió un nuevo material, la lycra, que revolucionó la industria. Se estiraba siete veces más, resistía mucho mejor el paso del tiempo en las prendas y mejoraba la silueta. Las medias de nylon se pusieron por primera vez en venta en 1940 en Estados Unidos. Ese año se vendieron en ese país 64 millones de unidades. Pero había un pacto anterior (diciembre de 1924)  con la reunión en  Ginebra de un grupo de industriales, al que se le conoció como “Cartel Phoebus”, donde se prohibió el uso de una bombilla que duraba 100.000 horas y de otros productos de consumo. Les alarmaba a aquellos fabricantes la excesiva duración de los productos terminados. Tenían un  claro ejemplo: en 1901 fue instalada una bombilla en la estación de bomberos de Livermore, California. La encendieron y nunca más volvieron a apagarla. Han pasado más de 100 años y sigue alumbrando como el primer día. Hoy, cuando se estropea un monitor de televisión o una plancha los tiramos directamente a la basura. Resulta casi el mismo desembolso mandarlos a reparar, en el supuesto de que existan piezas, que adquirir otros nuevos a un coste similar al de los arreglos.

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