miércoles, 30 de noviembre de 2022

El padre Agapito

 


El fijo discontinuo es todo aquel individuo que trabaja en una empresa de forma intermitente, lo que antes se llamaba trabajo temporal. Era algo muy común en las azucareras, donde se contrataba un gran número de trabajadores no cualificados solo durante el periodo de campaña;  en los grandes almacenes durante el periodo navideño; en la contratación de camareros por un día en los restaurantes cuando se celebran banquetes de bodas; o en las piscinas públicas, obligadas a contratar socorrista durante los meses de verano. Es difícil que desaparezca  la figura del trabajador fijo discontinuo en un  país de servicios. Recuerdo que hace ya muchos años tuve un fraile de profesor de la asignatura obligatoria de Religión, el padre Agapito, que pretendía que cada día uno de los educandos hiciesen de monaguillos en la misa que diariamente oficiaba a las siete de la mañana en un altar lateral de la iglesia de su convento. Yo siempre me negué a sus pretensiones. Ser monaguillo discontinuo no era uno de mis apegos. Menos aún cuando la misa se oficiaba en latín, o sea, tridentina o de los apóstoles, y que incluía palabras griegas, como “kyrie eléison”, o arameas, como “hosanna”, desde que Pío V ordenase que el latín fuera el idioma oficial de la Iglesia Católica. Lutero, que pertenecía a la misma orden que el padre Agapito, fue consciente de que eliminando la misa podría matar tres pájaros de un tiro: suprimir el culto de dulía, derrocar al Papado y terminar con esa lengua muerta espinosa de declinar. Pero no calibró aquel religioso que suprimir el Papado era arduo dificultoso y que terminar con el culto de dulía equivalía a extirpar las fiestas de los pueblos; que, todavía hoy, en sus programas oficiales diferencian entre los actos religiosos de los actos profanos. No olvidemos que las fiestas patronales, al mismo tiempo que comparten las características propias de cualquier otra fiesta, tienen una doble particularidad: un origen religioso y un marcaje por su delimitación geográfica a una comunidad concreta donde se fusionan actos lúdicos con dogmas emanados del Concilio de Trento. Son difícilmente separables. Siempre fue necesario conservar los mitos atávicos y los dogmas, resguardarse del poder del Maligno y encomendarse a un santo o a una virgen, sin importar cuál de ellos, en evitación de posibles peligros con acechanza tanto a la salud como a la agricultura: bailes de san Vito, sudor inglés, ruido de tripas, tercianas, garabatillos, flatulencias, granizadas, riadas y plagas, tanto para aliviar el cuerpo como para proteger el agro, su principal fuente de riqueza. En consecuencia, la necesidad de elevar plegarias a mediadores, las vigilias, los ayunos de carne, las procesiones a ermitas, las bendiciones de roscones y las ofrendas de exvotos siempre tuvieron su importancia. España siempre fue un país exótico a ojos de extranjeros y un país “para tocar madera” al entender de los paisanos. Tal vez por esa razón Lord Byron vino a estos pagos para escribir “Loverly girl of Cadix”; Víctor Hugo para publicar sus “Orientales”; Washington Irwing, los “Cuentos de la Alhambra”;  y Marimée, su famosa “Carmen”. La leyenda de Boabdil, el último sultán del reino nazarí, y el suspiro del moro ante la tumba de Moraima antes de abandonar las Alpujarras camino de Fez, sostiene que las lágrimas del rey dieron lugar al nacimiento de nuevos olivos. Más tarde encontraría la muerte sobre su corcel, que arrastró su cuerpo por todo el lecho del río hasta llegar al mar. Los mitos, como digo, no dejan de sorprender a hebreos, sarracenos y cristianos, todo ellos de acendrada fe discontinua y volandera. ¿Qué fue del padre Agapito? Nunca lo supe.

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