lunes, 28 de noviembre de 2022

Hipocresía


Es cierto que se ha conseguido instaurar la idea de que para celebrar la Navidad es ineludible ir de compras. De ahí la cantidad de iluminación que inunda los espacios públicos del centro de las poblaciones. Se da por hecho que si hay muchas luces colgadas los ciudadanos saldrán a la calle, verán escaparates y entrarán en los bares para consumir, que es de lo que se trata. La inflación galopa, los precios en el mercado se disparan al aumentar la demanda, las superficies comerciales se llenan de gente y en las pescaderías todos quieren comprar rodolfos langostinos y pescadillas gordas que pesen poco; y, sin embargo, todos nos quejamos de lo cara que se ha puesto la vida. Por si ello fuera poco, cada año se anticipan más esas campañas comerciales. Mucha misa de gallo, muchas bendiciones apostólicas por la tele, muchas frases-papilla saliendo de boca del jefe del Estado como si fuesen serpentinas, muchos villancicos, belenes a tutiplén, cantidad de peces bebiendo en el río por ver al Niño-Dios nacido y mucho aguinaldo con turrón y mazapán, pero nadie cae en la cuenta de que mil millones de personas en el mundo viven una pobreza extrema, que tenemos una guerra en Europa que produce calamidades sin cuento a los ucranianos, que hay demasiados ancianos en pasillos de Urgencias de hospitales en absoluta soledad, y que, en ocasiones, las cenas de Nochebuena reúnen a familiares con los que no se tiene relación alguna el resto del año, que en el fondo se odian, y donde siempre hay un cuñado sabihondo insufrible o una nuera pasiva hasta la grosería que, pese a estar a mesa puesta, intentan joder un encuentro familiar que siempre terminan pagando los abuelos, tanto aportando las viandas que hay sobre la mesa como limpiando la vajilla y la cocina cuando todos se marchan sin haber recogido un plato. ¿Merece la pena tanto esfuerzo? Sinceramente, no. La esencia de la Navidad, que debería estar en lo que no se puede comprar, no es cosa distinta a  pura hipocresía bajo el celofán de la usanza de un consumo desmesurado e insostenible. La felicidad no se compra con el consumismo compulsivo ni descorchando botellas de un cava infame que produce flato ni intentando trocear el turrón de Alicante a golpes de machete ni elevando el tono de voz como si fuésemos sordos para que la fiesta no decaiga. Guardar las debidas composturas en la mesa es como nacer de nalgas medio desguangüilado, sin un mal gesto, sin dar voces estentóreas o escupiendo aguarrás, algo difícil de creer.

 

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