lunes, 11 de marzo de 2024

Elogio del anís

 


A veces rebusco en las baldas de mi modesta biblioteca y saco de una segunda fila un libro que nunca tenía a la vista por la falta de espacio. Ayer, sin ir más lejos, rescaté del olvido la primera edición de “Perfiles y colores”, de Fernando Martínez Pedrosa (E. Domenech y Cía. Barcelona. 1882). Se trata de una sátira de costumbres decimonónicas reflejadas en 17 relatos cortos. Pero lo que más aprecio de ese libro son las ilustraciones del pintor manchego Ángel Lizcano que pasó del aplauso al olvido, y que por desgracia terminó sus días loco en el siquiátrico de Leganés, en 1929. Pues bien, al comienzo del relato “Las señoras del café” (p.17) puede leerse:

“Serenas resbalan las horas en el café de vecindad; amena y jovial se desliza la existencia en el ‘Asiático’, donde se sirven cenas suculentas, así de gallina en pepitoria como de caracoles a la marinera. Refrescos, leche amerengada (sic), queso y quesitos; pastelillos y anisado del Mono, sopa de yerbas o de almendra, y especialidad en tostadas”.

Me sorprende conocer que  por aquellos primeros años 80 del siglo XIX ya estaba de moda en los cafetines y restoranes de cierta categoría el consumo de anís del Mono, que desde una década antes elaboraba Vicente Bosch en Badalona. El anís siempre formó parte de nuestra cultura popular. En “El viejo picador” (Papeles de Son Armadans. Palma de Mallorca, número XLIX. Abril de 1960. También en Obras Completas, C.J,Cela. Ed. Destino, Barcelona, tomo 15, p. 137-144) se da cuenta de un viaje que hizo Cela a Cannes por ver a Picasso en su casa La Californie, “destartalada y solemne”, llevándole varias cosas: unos siurells , pitos de barro mallorquines blanqueados con cal y pintados con colores chillones, para que soplase, saludos de don Américo Castro, y una botella de anís. Picasso, que no conocía a don Américo Castro ni sabía nada de él, se alegró de que Cela le llevase una botella de anís:

Picasso acaricia, igual que acariciaba al niño, la botella y se la pasa, casi voluptuosamente, por la cara.

--¡Estos toreros los tenían bien puestos! ¿No cree usted?

--Hombre, sí.

En un momento determinado, Cela quiso que Picasso le firmase la botella vacía para guardarla en su bodega de Mallorca, donde ya conservaba cerca de cincuenta cascos vacíos firmados. En el relato no se señala de qué anís se trata, pero yo intuyo que de anís “Machaquito”, que desde 1876 fabricaban Rafael Reyes y su hijo en Rute, provincia de Córdoba. Hoy las principales botellas de anís puestas en el mercado han reducido considerablemente su tamaño sin saber por qué razón. Pronto, de seguir en esa línea comercial, serán como frascos de agua de colonia. Durante mucho tiempo al anís se le tuvo considerado como una bebida salutífera a se le atribuían toda suerte de beneficiosas propiedades. Tanto fue así que, en 1884, los habitantes de la alicantina ciudad de Monóvar, patria chica de Azorín, quedaron milagrosamente a salvo de la epidemia de cólera que arrasó España y tal prodigio, por obscuros razonamientos, se atribuyeron al consumo de anís por parte de los vecinos, donde existían fábricas de aguardiente anisado muy populares, y se disparó aún más el trasiego de ese espirituoso licor. Llegó un momento en el que los clientes de media España decían a los taberneros: “Ponme un monóvar”,  refiriéndose al milagroso anisado. Más tarde decían: “Sírveme un mono”, apocopando el nombre de esa población. Y así fue como Vicente Bosch decidió añadir un simio en su etiqueta con la leyenda: “Soy el mejor. La Ciencia lo dijo y yo no miento”, e impuso el vidrio adiamantado que tenía el frasco de un perfume que éste había regalado a su esposa en París, en la plaza Vendôme, y registrar su diseño en 1902.

 

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