domingo, 31 de marzo de 2024

Vuelta a la normalidad

 


No me lo explico. Si las encuestas oficiales señalan que solo se reconoce católica el 52 por ciento de la población y de ella solo el 17 por ciento es practicante, ¿cómo se proyecta tanto fervorín religioso y cofradiero durante la Semana Santa? ¿Y tanto lloriqueo mujeril por suspenderse una procesión por causa de la lluvia? A mi entender, esa sinrazón inexplicable merecería todo un riguroso ensayo filosófico. Cada año aumenta el número de cofradías con nombres muy largos; se procesionan más imágenes de cristos con mucha sangre y más vírgenes muy entristecidas; aumentan los extras vestidos de romanos y de personajes bíblicos; se multiplica el número de portadores de bombos, tambores y carracas retumbando en calles estrechas; y  los restaurantes ofrecen todo un abanico de comida de abstinencia cuaresmal. Ignoro si hay fe para tantas cofradías, palios para tantas peanas, cirios para tantos fervorosos creyentes, peinetas para tantas manolas engoladas, o hisopos e incensarios para tanta histérica teatralización. Estoy convencido de que el español se mueve por la superstición. Me viene a la cabeza uno de los últimos artículos de Félix Romeo, “Afilador” (Heraldo de Aragón, domingo, 25/09/2011). Digo que era uno de los últimos artículos suyos por haber fallecido pocos días después, el viernes 7 de octubre, en Madrid. En aquel artículo, recuerdo, contaba Félix un paseo por Córdoba. Decía (resumido): “…sus calles estaban desiertas e intenté alcanzar a un afilador que hacía sonar su chiflo. Cuando conseguí acercarme a él vi que pulía un cuchillo del que salían chispas en su piedra de amolar. Le gritaban desde las ventanas y le hacían llegar desde arriba las tijeras y los cuchillos mediante un sistema de bolsas y cuerdas. Tanta precaución se debía a la superstición. Se creían que los afiladores traían desgracias, porque su trato con tijeras abiertas y objetos punzantes les hacía portadores de mala suerte. Algunos pensaban, incluso, que los afiladores anunciaban con su melodía una muerte inminente”. Con las procesiones debe pasar algo parecido. Hay que estar cerca y escuchar el retumbar de tambores y el sonido de clarines, aunque sin acercarse demasiado por precaución, para intentar redimir unas culpas inducidas por los inventores del pecado. Dante llegó a inspirar temor en la plebe por la creencia de que había estado en el infierno. Pero no es mi intención hacer aquí una sublimación hipocrítica ni pretendo ser un censor inflexible en lo referente a los estados depresivos de cada individuo o a la alienación masificada. Parece cierto que existe toda una frondosa vegetación parasitaria en torno a una superstición que lleva al espanto. Hay quien piensa que ser amigo de un cura le ayudará en el tránsito a la otra vida, que ser amigo de un médico le abriga contra las epidemias, o que el hecho de pasearse por una biblioteca insufla conocimientos. Para producir temor, y eso se sabe desde el Concilio de Trento, se necesitan pocas materias primas.

 

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