martes, 26 de marzo de 2024

Tocando la zanfoña

 


No recuerdo ahora quien fue el que dijo aquello de que “cuando la gente se permite el lujo de jugar con las cosas de comer es que ya no se pasa hambre”. España es un país donde siempre se pasó hambre, donde el lector de tebeos se identificaba con las viñetas de Carpanta y donde en los banquetes bodas ofrecían los restaurantes consomé y pollo como un menú fuera de lo común. Hoy existen las cocinas de autor, donde a fuer de practicar extravagancias, sale uno del comedor como si no hubiese comido. Los platos son muy grandes pero solo contienen una "cosita" en el centro coronada con unas yerbas y una orla de crema rodea gran parte del  plato a modo de rúbrica. En otras ocasiones sirven un trozo de carne sobre una placa de pizarra por donde terminan escurriéndose gotas de aceite sobre el mantel. Echo de menos aquellos restaurantes donde los platos eran contundentes y lo normal era que salieses satisfecho y con ganas de volver. Pasó algo parecido con las tascas de siempre, con mostrador de zinc, una barra en la que apoyarte, la degustación de un vino de la casa servido en vaso corto de culo gordo al que podías acompañar con una gilda o un pepinillo en vinagre y todo ello servido por un tipo cincuentón con mandil añil y un trapo sobre el hombro. Todo eso desapareció el día que las tabernas se transformaron en bares con taburetes acolchados,  tapas caras y vinos de marca servidos en unas copas grandes como dispuestas para trasegar toda la cosecha de La Rioja en una sentada. También echo de menos aquellos cafés en los que te sentabas en una mesa redonda con mármol, pedías un café con leche, repasabas los artículos del periódico o leías a Concha Espina o a Lafuente Estefanía mientras te liabas un cigarro de “ideales” y levantabas la vista cuando entraba por la puerta giratoria un cliente con gabardina, sombrero tirolés, zapatos de chúpame la punta y hechuras de hidalgo venido a menos. Aquellos viejos cafés reunían un mundo diversificado: gente despistada haciendo tiempo para tomar el tren, escritores que nunca conseguían publicar, sablistas, padres con niños de primera comunión que no paraban quietos, militares, limpiabotas, estraperlistas, actores de teatro en gira con más renombre que virtud, vendedores de lotería, viudas joviales como haciendo escaramuzas al desamor; y a veces, hasta un menesteroso tocando la zanfoña a la respetable clientela antes de que una de las camareras de mesas le señalase la puerta de salida. Todo se fue al carajo sin apenas darnos cuenta. Fue como si le hubiesen atravesado un palo a la incansable noria. Nos hemos empeñado en enseñar solfeo a los ruiseñores y hemos acabado muriendo en la folla en un oscuro zaguán.

 

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