sábado, 9 de noviembre de 2013

Aquellas bicicletas





Yo también, durante mi niñez, conocí a algunas señoras con el aire sereno de doña Matilde Alfaro Andrade, “aquella señora alta, con el pelo blanco recogido con un moño bajo, muy aficionada al cante”, que alquilaba bicicletas en los sevillanos Jardines de Cristina a finales de los 50 y que era hermana de la abuela materna de Antonio Burgos. La Matilde Alfaro que yo conocí de niño no se llamaba Matilde Alfaro. Nunca supe su nombre, no se lo pregunté. Alquilaba bicicletas de niño, cadete y  adulto, en el Parque Rosalía de Castro, en Lugo. Mi hermano y yo mirábamos con admiración a otros niños de edades parecidas a la nuestra que montaban en bicicleta media hora, o una hora, por una o dos pesetas y que daban vueltas y vueltas alrededor de un estanque en el que había ocas, algunas algo agresivas, o por los diversos paseos por los que te encontrabas con algo de suerte a un pavo real con la cola extendida en abanico, o con el circunspecto guarda con sombrero de ala ancha y traje de paño marrón que te recriminaba por haber pisado el césped. Pero ni mi hermano ni yo sabíamos montar en bicicleta y  nos limitábamos a mirar a los chicos de nuestra edad que pedaleaban con destreza más galanes que Mingo. Hasta que una soleada mañana, los dos hermanos nos pusimos de acuerdo para decirle a mi abuela que sabíamos montar en bici y guardar el equilibrio, que nos había enseñado no recuerdo ahora quién. Y ella, mi abuela Ramonita, tras dudar un poco, se acercó hasta aquella señora de porte señorial que alquilaba bicicletas, aquella Matilde Alfaro, que no se llamaba así y tampoco supimos nunca cuál era su nombre, y nos alquiló una bici apropiada a nuestra talla de niños. Don Erefrido, amigo de casa, octogenario capitán de fragata retirado, era magro en carnes e iba siempre muy bien trajeado. Aquella soleada mañana paseaba con aire despistado y, en un momento dado, se había acercado hasta el banco donde estaba sentada mi abuela con intención de saludarla. Pero nuestra abuela bastante tenía con observarnos con preocupación por si pudiésemos caernos y hacernos una brecha en la cabeza, cuando uno de los nietos sujetaba  por debajo del  sillín al que pedaleaba. El pobre don Erefrido se paso casi esa media hora, carrera arriba, carrera abajo, pretendiendo enseñarnos a guardar el equilibrio. No lo consiguió. Esas cosas no se aprenden en un rato. Don Erefrido quedó baldado. Ignoro si a los pocos días aparecería su esquela de defunción en las páginas de “El Progreso”. Siempre me quedó aquella duda. Como en casa, de siempre, se compraba el ABC, todas las mañanas dediqué unos minutos a hojear el obituario por ver si aparecía su esquela. Nunca la encontré a lo largo del resto del verano, con lo que di por hecho que seguiría vivo. Nadie se moría si su esquela no aparecía en aquel diario cosido con una grapa. Ahora dispone de dos, la de toda la vida y la otra,  la posteriormente añadida como si se tratase de un rehilete de lujo.

No hay comentarios: