Pues nada, que ya está en la
calle el único asesino de las niñas de Alcácer que permanecía en prisión, un
tal Miguel Ricart Tárrega. La Guardia Civil le
protegió desde la prisión de Herrera de a Mancha hasta la estación de
ferrocarril donde había llegado a bordo de un taxi con la cabeza cubierta. Yo
no me hubiese querido sentar en el vagón junto a este asesino de ninguna de las
maneras. No por temor sino por asco. La muerte de tres muchachas no puede
borrarse de un plumazo por una sentencia del Tribunal de Estrasburgo donde se
derogaba la doctrina Parot, o por la firma de la Audiencia de Valencia
que ordenaba su inmediata excarcelación. Respeto tales decisiones judiciales,
pero mi estado de indignación es manifiesto. Miriam García, Antonia Gómez y
Desirée Hernández eran tres chicas que tenían derecho a vivir y a ser
respetadas. Tenían toda la vida por delante. Pese al tiempo trancurrido, falta
todavía por saber dónde se encuentra el malnacido Antonio Anglés. Dicen que
ahora Ricart tendrá derecho a cobrar una pensión de 436 euros por un plazo de
entre 6 y 18 meses al ser exrecluso y llevar entre rejas más de dos años.
¿Acaso pagó indemnización por sus delitos a los familiares de las víctimas?
¿Acaso pidió perdón? Algo parecido podría decir de los asesinos de ETA
recientemente excarcelados. No entiendo cómo es posible que se les reciba con
homenajes en el País Vasco. ¿Es que nos hemos vuelto locos? No se puede
humillar a los familiares de las víctimas de esa manera en un Estado de
Derecho.
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