Yo también, durante mi niñez,
conocí a algunas señoras con el aire sereno de doña Matilde Alfaro Andrade,
“aquella señora alta, con el pelo blanco recogido con un moño bajo, muy
aficionada al cante”, que alquilaba bicicletas en los sevillanos Jardines de
Cristina a finales de los 50 y que era hermana de la abuela materna de Antonio
Burgos. La Matilde
Alfaro que yo conocí de niño no se llamaba Matilde Alfaro.
Nunca supe su nombre, no se lo pregunté. Alquilaba bicicletas de niño, cadete y
adulto, en el Parque Rosalía de Castro,
en Lugo. Mi hermano y yo mirábamos con admiración a otros niños de edades
parecidas a la nuestra que montaban en bicicleta media hora, o una hora, por
una o dos pesetas y que daban vueltas y vueltas alrededor de un estanque en el
que había ocas, algunas algo agresivas, o por los diversos paseos por los que
te encontrabas con algo de suerte a un pavo real con la cola extendida en
abanico, o con el circunspecto guarda con sombrero de ala ancha y traje de paño
marrón que te recriminaba por haber pisado el césped. Pero ni mi hermano ni yo
sabíamos montar en bicicleta y nos
limitábamos a mirar a los chicos de nuestra edad que pedaleaban con destreza
más galanes que Mingo. Hasta que una soleada mañana, los dos hermanos nos
pusimos de acuerdo para decirle a mi abuela que sabíamos montar en bici y
guardar el equilibrio, que nos había enseñado no recuerdo ahora quién. Y ella,
mi abuela Ramonita, tras dudar un poco, se acercó hasta aquella señora de porte
señorial que alquilaba bicicletas, aquella Matilde Alfaro, que no se llamaba
así y tampoco supimos nunca cuál era su nombre, y nos alquiló una bici
apropiada a nuestra talla de niños. Don Erefrido, amigo de casa, octogenario capitán
de fragata retirado, era magro en carnes e iba siempre muy bien trajeado. Aquella
soleada mañana paseaba con aire despistado y, en un momento dado, se había
acercado hasta el banco donde estaba sentada mi abuela con intención de saludarla.
Pero nuestra abuela bastante tenía con observarnos con preocupación por si
pudiésemos caernos y hacernos una brecha en la cabeza, cuando uno de los nietos
sujetaba por debajo del sillín al que pedaleaba. El pobre don Erefrido
se paso casi esa media hora, carrera arriba, carrera abajo, pretendiendo
enseñarnos a guardar el equilibrio. No lo consiguió. Esas cosas no se aprenden
en un rato. Don Erefrido quedó baldado. Ignoro si a los pocos días aparecería
su esquela de defunción en las páginas de “El Progreso”. Siempre me quedó
aquella duda. Como en casa, de siempre, se compraba el ABC, todas las mañanas
dediqué unos minutos a hojear el obituario por ver si aparecía su esquela.
Nunca la encontré a lo largo del resto del verano, con lo que di por hecho que
seguiría vivo. Nadie se moría si su esquela no aparecía en aquel diario cosido
con una grapa. Ahora dispone de dos, la de toda la vida y la otra, la posteriormente añadida como si se tratase
de un rehilete de lujo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario