Contemplando el monumento al
viajero en la Estación
de Atocha, a uno se le ocurre que, ante semejante volumen de equipajes, bien se
le podía haber hecho un monumento al “mozo del exterior”, más conocido como
maletero. Aquellos tipos eran expertos en asuntos exteriores del mundo
ferroviario. Más aún, eran gorrillas de carrera, que pedían la voluntad con la
misma dignidad que adoptan los diplomáticos cuando presentan las cartas
credenciales. En nada se parecían a esa legión de gorrillas que te obligan a
aparcar el coche donde a ellos les viene en gana y que no han pasado de la
maestría insolente del cutrerío cañí. Aquella figura de “mozo del exterior”
desapareció para siempre el día que desaparecieron las carbonillas de los
trenes, aquellos bólidos del tamaño de la cabeza de un alfiler que siempre
manchaban la cara y la camisa blanca. No
descubrías tales macas, unos puntos y aparte como los que se ponían en
el final de cada párrafo en las cartas, hasta que llegabas a la pensión y te
aseabas un poco en un lavabo sin agua caliente. Entonces te dabas cuenta de que
parecías un fogonero. Aquellas carbonillas, digo, eran como puntos suspensivos
escapados de las cartas por la esquina del franqueo, que era como el banderín
de corner de aquellos partidos en el Bernabeu presididos por Franco. En los
andenes de las estaciones siempre pillabas algún resfriado que te duraba todo
el invierno, pese a aquellos abrigos grises y gordos con hechuras de chaqueta
cruzada y dos filas de botones. Yo siempre los cogía en Venta de Baños, por
cuyos andenes interminables se paseaba un ventolín insolente entre escopeteros
de marrón y equipajes extraídos de la consigna en un carro de mano para ser
facturados a sabe Diós dónde. Hay maletas que nunca llegan a su destino. Se quedan
rezagadas en un rincón del vagón-furgón de una vía muerta sin que nadie las
eche en falta, cerca de otro vagón de mercancías en el que pone: “destino
Ponferrada” en una ventanuca con rejilla. Un vagón que tampoco llegaría nunca a
Ponferrada, porque estaba como condenado al ostracismo en una zona donde
crecían los hierbajos junto al balasto y el esplín de un silbido lejano.
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