Siempre ha habido clases. Ya se
sabe que los niños son crueles y sus progenitores más todavía. De ahora en
adelante habrá que hacer distinción entre tres tipos de estudiantes dentro del
aula: los que usan comedor, aquellos que portan fiambrera y los que se
conforman con un simple bocadillo. Estos últimos tendrán la ventaja de contar
con menor lastre dentro de sus mochilas al regreso al domicilio familiar; y,
también, de no tener que hacer uso del microondas del colegio ni tener que desembolsar
esos dos o tres euros por tartera y día por el coste de vigilantes de comedor,
uso de neveras, microondas, limpieza y electricidad. Para echarse al coleto un
bocadillo sólo hace falta buscar la sombra de un pino y desprenderse del envoltorio. Y si es invierno, buscar la tasca
más próxima, sentarse en una mesa y pedir al camarero una botellita de agua
mineral. Me da pena el rumbo que está tomando la educación en España. Este es
un país en el que hay subvenciones para los viajes del Imserso y no se
contempla la compleja situación de muchos niños con padres de escasos recursos,
que deben desplazarse de lunes a viernes a colegios a veces situados a varios
kilómetros de distancia. La razón supongo que será política. Los niños no
disponen de derecho a voto y los jubilados sí. Tanto el impresentable ministro
Wert como las Comunidades Autónomas, que forman parte del Estado y tienen
transferidas las competencias de Educación, no deben ser conscientes, según se
desprende de las nuevas medidas, de que muchos niños sólo hacen diariamente una
comida de fuste, la que se le ofrecen en los colegios, dicho sea de paso, a precios cada día menos asequibles. Nunca un
pueblo sufrió tanto a costa de un Estado desde los oscuros tiempos de las
cartillas de racionamiento. Existen muchas maneras de regresar al pasado. Pero
el regreso de la fiambrera, cuando se trata de educandos, es el más triste. Y
el más cruel.
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