El maestro shaolín de Bilbao,
Juan Carlos Aguilar, más conocido como Huang
C., tricampeón de kung fu, había aprendido su disciplina -como señala El
País- en la provincia china de Henan, y hasta fue entrevistado por Punset en su
programa “Redes”. El maestro shaolín de Bilbao, digo, ha cometido presuntamente
varios asesinatos y ha producido cierta consternación en los lectores de la
prensa diaria. Eso, posiblemente, no hubiera tenido excesiva importancia para
un señor de Londres, que toma el té a las cinco, o a las cuatro por la hora del
Gobierno. Ese señor de Londres, que es fácil que lea a Maigret o a Sherlock Holmes las tardes
tediosas de lluvia conoce relatos mucho más espeluznantes cometidos por Jack el
Destripador ((Jack the Ripper en inglés), aquel
asesino en serie que se movía por el distrito de Whitechapel como
Urdangarín por Valencia, es decir: más galán que Mingo. Jack era un hombre
astuto, inteligente, frío y maestro en el arte del manejo de bisturí. El
maestro shaolín, de apellido Aguilar, también parece que maneja bien los
cuchillos y las katanas con el aseo de los samuráis. Pero miren ustedes por
dónde, al maestro shaolín lo ha trincado la Ertzaintza. A Jack,
en cambio, nadie le pudo echar el lazo durante la época victoriana. El español
carece de flema aunque limpie agallas causadas por el tabaco cada amanecer, y
eso le distingue del anglosajón. La flema inglesa consigue que el británico sea
reservado, no acostumbre a exteriorizar sus sentimientos y suela permanecer
impasible ante las situaciones más escabrosas. A un inglés le puede horrorizar,
sin embargo, que un español unte una tostada con mantequilla en la taza de
café, o el desagradable olor a ajo. Y cuando un británico recibe
inesperadamente la visita de unos parientes a los que odia siempre les pone en
la mesa brócoli al horno para que sufran. He leído en algún sitio que “después
de la muerte de María Tudor (hija de Enrique VIII y Catalina de Aragón y que en
1554 se casó con Felipe II siendo príncipe, al que conoció por medio de un
cuadro de Tiziano, que le había hecho al entonces príncipe de cuerpo y que se
conserva en el Museo del Prado), Inglaterra se encontraba sumida en el más
absoluto caos. Las guerras religiosas estallaron y para zanjar el asunto los
protestantes anglófilos decidieron echar a la hoguera a los católicos
hispanófilos. Para celebrar esta ocurrencia tan audaz, un cocinero de un
suburbio del East End puso a la
venta ratas asadas con el nombre de Little Roasted Spaniards (Españolitos Asados). El éxito fue tal
que el rey Felipe II envió un correo a la embajada inglesa en Madrid instándole a tomar medidas para solucionar
tan bochornosa situación. Al cabo de una semana la reina inglesa ordenó
sustituir a las ratas por culebras, en gesto de buena voluntad”. Los españoles
carecemos de la flema británica y cuando
alguien en este país se desmadra, enseguida lo trincan y lo encierran, aunque
sea de Bilbao.
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