Me llena de orgullo saber que la Diputación Provincial de Zaragoza
y la madrileña Estación de Atocha están promocionando, y así será durante las
dos próximas semanas, los balnearios de la Comunidad de Calatayud, o sea, los de Paracuellos
de Jiloca, Alhama de Aragón y Jaraba. Tengo en mis manos un librito
(publicación 80-37 de Caja Inmaculada) escrito por Fernando Solsona Motrel
donde se da buena cuenta, en apenas 94 páginas, de los balnearios aragoneses. Y
ahí quedan descritos los beneficios de las aguas termales de nuestra región. Sólo
señalaré que las aguas de Alhama ya eran conocidas por los romanos, que
llamaron “Aquae Bilbilitanorum”; y también por los árabes, ya que el manantial
“El Moro” data de 1112. A
nadie se le escapa que el mejor pregonero de las “Termas Pallarés” fue durante
muchos años José Luis Sampedro, que en 2003
se casaría en esa localidad con la
traductora Olga Lucas. Sobre Jaraba se sabe que en el Archivo de
Calatayud se conservan documentos del s.XII donde se acredita la importancia de
sus aguas en la fuente y piscina del Balneario de la Virgen, que en el s.XVI fue cliente habitual el obispo
de Osma, y a finales del XIX el cardenal Benavides. En 1697, en “El espejo
cristalino de las aguas minerales de España”, obra póstuma de Alfonso Limón Montero escrita
en cuatro partes, este médico de Puertollano describe la importancia de las aguas
sulfurosalinas de Paracuellos de Jiloca, localidad que sólo dista 3 kilómetros de
Calatayud. Por allí pasó en 1917 Ricardo Royo Villanova para inaugurar un curso
de Crenoterapia Práctica. Y una vez apuntado algo sobre los tres balnearios de la Comarca de Calatayud, y
puesto que de estaciones ferroviarias hablamos, bueno será que cuente una
anécdota acaecida en Paracuellos de Jiloca hace ya muchos años: Estación de
Calatayud. Una señora solicita un billete de tren para el pueblo siguiente, sin
especificar en qué línea. El encargado de expender billetes, sin preguntar a qué
lugar, le expende un billete para el pueblo siguiente. La señora se acomoda en
el asiento de un ferrobús con destino a Calamocha. El ferrobús arranca en la
anochecida entre una bruma espesa de
noviembre. Al llegar a Paracuellos de Jiloca el tren para en el apeadero
y la señora pone pie en el andén. El ferrobús vuelve a arrancar y la señora no
sabe dónde se halla. No hay nadie para poder preguntarle. Se pone nerviosa. Se
sienta en un banco y espera a que aparezca algún vecino. No aparece nadie. La
noche es cada vez más cerrada y sólo el ladrido de unos perros se escucha a lo
lejos. La mujer, ya histérica, deja el apeadero maleta en mano y se introduce
en un barranco negro como la boca del lobo. Cada vez se aparta más del núcleo
del pueblo. Pierde un tacón del zapato. Se quita el otro para poder continuar
caminando sin cojear. Da gritos. Nadie la escucha. El ladrido de los perros se
hace más cercano. Tropieza y se cae. Se abre una ceja y queda con la cara
ensangrentada. Tiene la suerte de toparse con la pareja de la Guardia Civil en correría. La
acompañan al cuartelillo y, después de intentar calmarla con una taza de tila y
ponerle unos esparadrapos, le hacen preguntas por saber qué ha sucedido. Y ella
lo relata presa de nervios. Había pedido un billete en Calatayud para el pueblo
siguiente, o sea, Terrer, en la línea férrea de Madrid. Pero le habían
expendido otro billete, también para el pueblo siguiente, Paracuellos de
Jiloca, pero en la línea de Teruel. Una confusión estúpida que pudo acabar en
tragedia.
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