Pues nada, que el gorrilla ya
tiene derecho a que su nombre figure en el Diccionario de la Real Academia. En realidad,
gorrilla, gorrilla, es el nombre que se ha sido dando desde tiempo inmemorial a
los aparcacoches espontáneos en la ciudad de Sevilla, que por extensión ejerce
su cometido en todo el territorio nacional. Porque gorrilla también lo eran los
maleteros de estaciones de ferrocarril, ya extinguidos desde que a las maletas
les pusieron ruedas, y los subalternos de las plazas de toros que controlan las
entradas a los espectáculos. A los gorrillas nunca hay que confundirlos con los
gorrones, que esos no acostumbran a llevar gorra de plato, sino un careto como
el cemento armado. Alguien me dijo que existía una forma de espantar a los
gorrillas que no fallaba. Se trataba de un idioma falso, pero contundente:
“Ijams aguanchflei, ti ta nocsche cojoustacambo”. El que me dijo eso me aseguró
que no fallaba, siempre que se dijera con timbre imperioso y mirándole
fijamente a los ojos. Susana Regueira, que sabe mucho de estos temas, contaba
en Faro
de Vigo que José, el tipo al que le hizo una entrevista hace unos meses,
“coloca los coches como moviendo un cubo de Rubik: saca uno, adelanta otro,
mueve un tercero hacia otra fila... Todo un rompecabezas mecánico hasta
conseguir dejar en la acera el vehículo de su cliente”. El gorrilla fetén no es
un ganapán sino persona de fiar, que conoce a todos los conductores por su
nombre y conserva en su bolsillo todos las llaves de los vehículos que tiene a
su custodia. En él se deposita toda la confianza, como un banco se la otorga al
cajero. El gorrón, en cambio, vive de gorra, o sea, a costa de otros. Los hay
de todas las clases sociales, profesiones, edades y sexos Su origen se remonta
a los siglos XVI –XVII, cuando los estudiantes se vestían con gorra, se colaban
en los banquetes y hacían enormes aspavientos al saludar, como si conociesen a
todos los invitados. Hubo otra figura, la de “capigorrón”, de capa y gorra, que
hacían de mozos de otros estudiantes más adinerados a cambio de poder asistir
gratis a las clases. Pero el gorrilla, cuyo nombre ya figura en el Diccionario
de la RAE, vive
de las propinas a cambio de un servicio. Como aquellos “mozos del exterior” de
los andenes que cobraban “la voluntad”. Nunca se cuestionó su profesionalidad.
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