Leo hoy en El País un artículo de Carlos
Franz titulado “Cebollas dulces”,
donde su autor hace referencia a unas cebollas que no pican y que son, según
él, de un sabor muy agradable. “Cerca de la próspera ciudad de Rancagua, en
Chile- escribe Franz- una empresa aragonesa produce cebollas dulces. (…) En
Rancagua, los vozarrones aragoneses de los cultivadores españoles de cebollas
se oyen a una calle de distancia”. Blanco y en botella. Si hablamos de Aragón,
parece caro que tales cebollas exportadas y plantadas en ese país latinoamericano son procedentes de seis
municipios, Mediana de Aragón, Osera de Ebro, Pina, Quinto y Villafranca y
Fuentes de Ebro, que todos ellos presumen de cultivar una cebolla de escaso
picor con Denominación de Origen Protegida desde 2010, aunque ya sea producida
y comercializada en otras Comunidades Autónomas con ese nombre, o sea “cebolla dulce de Fuentes”, o “cebolla gruesa de Fuentes”. El secreto
está en que tales cebollas son laboradas en terrenos con poco azufre y por
tanto con escaso sulfóxido de tiopropanal, que las hace menos indigestas y
dejan un aliento poco intenso. Pero esa exquisitez
no es para todos los gustos ni sirve para todos los platos. Por ejemplo, a mí
me siguen gustando las tortillas de patata con la cebolla de siempre, la “grano de oro”, que produce lágrimas al
ser troceada e irritan la nariz. De la misma manera, Dios me libre de volver a
hacer unos chipirones en su tinta con esa cebolla aragonesa tan afamada. Me
sucedió en cierta ocasión (ya lo he escrito anteriormente) que la utilicé y los
chipirones resultaron de sabor dulzón. Y a la hora de trocearla en ensaladas me
quedo con la italiana “cebolla roja”,
esa que los mejicanos llaman “cebolla
morada”. Desde aquí invito a confeccionar una tortilla de cebolla y
jengibre, parecida a la tortilla árabe conocida como eggah, donde la cebolla roja aporta a la lengua un cierto sabor
adulzado y el jengibre le añade un regusto cítrico y picante. El resultado
final es curioso.
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