Domingo de carnaval. La gente tiene ganas de marcha y sale
por las calles vestida de bruja, espadachín o pirata. Pero estos días
invernales son los mejores para releer libros casi olvidados, hacer mímica
frente al espejo o sentarnos en el sillón de orejas con la mirada puesta en el
techo y contar sus fisuras. He vuelto a releer “Las ánimas del purgatorio”
donde el autor, Umbral, consiguió
situarme la primera vez que leí el libro, también ahora, en el laberinto
esperpéntico de los difíciles años cuarenta. La tía Algadefina y los amigos difuminados son entes fantasmales. El
enfermo era una víctima del hambre, el piojo verde, los “hipofosfitos”, el priapismo, la orfandad y el bacilo de Koch. Pero
como no hay mal que por bien no venga, las madres de aquellos enfermos solían
decir que la tisis galopante desarrollaba mucho el oído. Mientras tanto,
aquellos mozalbetes diplomados en espantos se consumían como una sobada
cartilla de racionamiento al alimón entre la fiebre y la hemoptisis. Todos los
que sufren largas temporadas postrados en cama saben mucho de soledades,
maceramientos de osamenta y encanijamiento del alma. Los niños débiles dábamos
siempre un estirón tras la escarlatina, las tifoideas o una pulmonía. Era como
si en la soledad de la alcoba hubiésemos cambiado de camisa culebrera. Más
tarde, con piel nueva de jóvenes pálidos y ganglionosos, intentábamos cargar pilas
con el tenue rayo de sol de patio de vecindad. Lo peor venía cuando nos entraba
la enfermedad de la enfermedad, o sea, el pánico a la muerte. Escribe Umbral
que en aquellos años a los niños los llevaban al médico en taxi, ya que los
coches de alquiler sólo se tomaban para estas circunstancias tristes. Yo
todavía recuerdo aquellos coches grandes, negros, ruidosos y con el estrambote del
gasógeno El conductor siempre nos miraba como el que despide a un amigo en el
penal de Santoña. Nos dejaba a la puerta de la consulta del médico, que
semejaba a un dentista de las viñetas del TBO;
y ahí, precisamente ahí, comenzaba el suplicio. Pinchazos en el brazo para
luego hacer recuento de glóbulos y entrada en un cuarto oscuro para que el médico
pudiese contar todos los huesos por medio de los rayos X. Por aquellos años
corrió la leyenda del sacamantecas, que estuvo durante muchos años presente en
mis sueños infantiles. A alguien le escuche decir que murió cuando le inyectó
penicilina un practicante de Lugo de apellido Pontide sin saber que éste era alérgico. La muerte siempre
produce estupor, aunque en aquel caso se tratara de la muerte del sacamantecas.
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