El zaragozano Tubo ya no es lo que era. Desapareció el olor
a fritanga de calamares, Serafina y
su cajón de cigarrillos americanos, el olor a catedral cuando se pasaba cerca
de un patio de vecindad desvencijado y aquellas tiendas que decían en un letrero
a pie de calle: “Más barato que en Andorra”. Dentro de un bar, en un espejo
vertical, un hombre grueso con aspecto descuidado me recuerda por un instante
la figura decrépita de un José Oto
hecho papilla, en sus peores momentos. Sobre el televisor de casa, donde veo las
noticias, los desfalcos y los jamacucos, tengo enmarcado un trabajo a lápiz que
me regaló Ignacio Fortún el mismo día de 1986 en el que un periódico local me cesaba en
mi función de escribir artículos por el hecho de colaborar, también, en otro diario
local. Antonio Bruned era muy picajoso. De entonces a ahora no he hecho otra cosa de fuste que observar a los
personajes salidos del grafito del artista. Una familia toma el vermú de pie,
en la barra del bar, que bien pudiera ser “Casa
Pascualillo” o “La
Viña P”. El hombre está apoyado con el
codo en el mostrador; la mujer se lleva a la boca una sardina en salmuera y con
la otra mano sujeta un largo báculo lleno de caramelos; y la hija, sentada en
un taburete con las piernas a las tres menos cuarto, come un algodón de azúcar,
sujeta una caja de pastas y lleva puestas unas gafas de ver bajo el agua. Enfrente
de ellos, el magro camarero permanece impasible, con una frialdad sólo
comparable a la que tenía Magritas en
el bar La Unión, de Calatayud.
Todo se hunde: nuestro deseo de comer calamares de plástico con gabardina
amarilla y el recuerdo de la librería de lance de Inocencio Ruiz, que nos aguardaba sentado tras una mesa como un
confesor en los tiempos del piojo verde. Eugenio
d’Ors decía que la Venus de Milo tenía cara de haber poseído
unas bellas manos. Pero a nosotros, los que ya frisamos una edad de respeto, se
nos ha quedado cara de poseer la
Legión de Honor sin merecerla. Hemos dejado la
melena para los peones de albañil; el pantalón vaquero para las “cincomarzadas” en el Parque del Tío
Jorge; la chaqueta de pana para los mítines para las cenas de contubernio en “Casa Emilio”, etcétera. Se nos ha
quedado cara de tocar botones de ascensor. Acariciamos pocos pechos de
mujer, pocos cogotes de niño y chocamos
pocas manos. Sólo falta, mi niña, que volvamos al parque a jugar a pitos. En mi
infancia, recuerdo, había cuatro clases de pitos: de barro, de piedra, de
cristal y de culebrica. Ir en bicicleta se ha vuelto peligroso y se ha quedado
camp, por mucho que ahora esté de moda circular por las aceras atropellando
abuelas indefensas. Se han vuelto camp, digo, como el fox-trot, los topolinos,
la gaseosa de sobre y aquellos barquilleros que portando un farol gritaban
“¡rico parisién!” a los bañistas de "meyba" y a las bañistas con faldilla, aconsejada por la Sección Femenina del Movimiento y por el nacional-catolicismo (¿cosas de Eguino Trecu?) en la santanderina playa de la Magdalena de mi infancia
perdida. ¿Qué habrá sido de ellos?
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