La niña de azul y blanco vestida de novicia cabalga sobre
una nube de algodón. Debajo queda la estampa quieta de niños desnudos pintados
por Sorolla. A lo lejos, un tren muy
oscuro silba aires de cansancio. Es
inútil, mi niña, que el tiovivo siga dando vueltas sobre su eje. Los caballitos
parecen de fotógrafo de glorieta abandonada. La infancia quedó registrada en
una estúpida libreta escolar y en un ramillete amargo de estampas amarillas.
Adoro los pleonasmos por su carga furtiva de innecesaria redundancia. Sí, la
nieve siempre es blanca y las penas son espesas. De nada sirve beber un trago
de infame licor para tratar de olvidar algo que siempre se reaviva cuando
olemos un perfume, o descubrimos una flor liofilizada entre las páginas de un
libro desencuadernado por la desidia de los traslados. Yo sé adónde van las
nubes, mi niña, Es fácil de entenderlo. Verás, escucha, las nubes se alejan
todas las noches para regresar a la mañana siguiente con otros matices. Hace ya
casi una vida de todo y nos hemos convertido en
oradores de cafetín-concierto. Conocemos los dos primeros capítulos de
la historia interminable y, cada vez que nos encontramos con alguien que sabe
escuchar, le soltamos el rollo patatero hasta aturdirle. Entre canción y
canción de la vocalista que enseña lo que puede, somos capaces de explicar la
sexualidad del avestruz, el ensamblaje de una librería de Ikea, la etiología del catarro común, o la reconversión agrícola de
Guatemala. Pero a la niña de azul y blanco esas cosas le traen al pairo. Ella
cabalga sobre una nube, lejos de las catacumbas del antro hospitalario.
--Oiga, amigo, ¿le importa que moje el churro en su café?
--Hombre, si ese es su deseo…
Don Gumersindo
Pitarque Trujillo ignora que Navaggiero
fuese quién convenciese a Boscán de
que incorporara el endecasílabo a la métrica española. Yo sólo me limitaba a
explicarle cuando Sarajov,
disfrazado de lanzadora de peso olímpico, huyó de Rusia aprovechando que el Papa era secuestrado por un comando de
narcotraficantes de Zaragoza y la flota japonesa, disfrazada de pescadores
atuneros, ponía cerco a Canarias, según había
escuchado decir a Vázquez-Montalbán.
Pero a don Gumersindo tal asunto le importaba una mierda. No le interesaban,
tampoco, adónde iban las nubes, si los caballitos eran de cartón-piedra, o si
el licor infame era auténtico. Siempre creemos hambrientos a quiénes no
comprendemos. No, don Gumersindo no era un hambriento ni un sansirolé.
Simplemente era el eco de mis quejas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario