Después de comer me quedé sentado en el sillón de orejas. Me
despertó el timbre del teléfono. Era el anglosajón. Sobre la vieja máquina de
escribir había un folio en el que trataba de explicar la venida Luisa Fernanda Rudi en carne mortal a Zaragoza.
Cuenta ahora que ha hecho los deberes. Ja. La cinta negra, muy gastada plasmaba
una letra mezquina, como de comisaría de barrio. Miré el periódico por encima.
Abrí una cerveza. Ya me empezaba a incomodar la tira de fotos que hiciese meses
antes en un fotomatón callejero de la
Plaza de Sas. Con una tijera le hice cuatro cortes y me
quedaron cuatro fotos horribles tamaño carné. En una de ellas tenía un ojo
mirando a las nubes que pasan. Sin pensarlo dos veces, con un rotulador le
pinté un sombrero y le puse entre los labios un cigarrillo superlargo, como los
que usaba Carrillo. Creí parecerme a
Bogart. Después la guardé entre las
páginas de un libro de Allan Poe. Se
convertiría en algo parecido a las horas muertas de los noviazgos eternos,
donde la pareja envejecía junta. Las hojas del libro y mi foto amarillearían
unidas como las cuartillas olvidadas, que siempre terminan enfermando de
ictericia. El anglosajón era enorme, como al Estatua de la Libertad, como los santos
de la Plaza de
San Pedro, no sé. Fuimos de copas por el casco viejo. Uno de aquellos ínfimos
garitos me recordaba la casa de la
Trini, en la calle
Feria de Sevilla. Por un instante me pareció notar su presencia, vestida con
infinidad de colores como una zíngara fetén. Era la zorra de las zorras, la
cariñosa, la religiosa… Hacía ya años que no frecuentaba su domicilio para
recibir sabios consejos a cambio de unas monedas. Aquella habitación de
pitonisa, con poca luz, cálida, y con bola de cristal, era difícil de borrar en
mi imaginación siempre propensa al agradecimiento. Para la Trini, la política era una
merienda de negros, una ponzoña. Decía que desde el nacimiento hasta la muerte
nos movemos en una espiral que no conduce a ninguna parte. En una ocasión me
dijo: “Tú no eres soldado mercenario ni pastor de cabras ni buscador de tesoros
ni oráculo ni pescador de esponjas”. Sólo cuando me ofreció una copita de ojén
me sentí mejor. Más tarde, cuando salía de sus aposentos y me encontraba con
amigos de bar, les explicaba las teorías de la Trini, que ahora eran las mías. Ellos estaban
convencidos de que todo lo que les contaba lo había aprendido en los libros. Al
anglosajón no podía explicarle ciertas cosas por su cabeza cuadrada y la
propensión a la dipsomanía. No hubiese entendido nada.
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