Puntos
Hace ya algún tiempo que me juré a mí mismo no volver a recordar el
cada día más lejano pasado infantil. Cada niño es, de algún modo, un muñeco del
pim, pam, pum, cataplún, del ser adulto, que reprende, aconseja mal y siempre,
siempre, aturde de forma irritante. La gente confunde ser corto en años con ser
obtuso en entendederas, se dirige siempre en un tono desafortunado, pone
ejemplos estúpidos y, lo que es peor, siempre mira con una altivez insolente,
como de saberse en posesión de la cuerda
de trenzado. Por todas esas cosas, y por otras más que ahora no vienen a
cuento, siento una resopladona satisfacción de saberme irrepetible en mi propia
carne. Sin embargo, amor, no me queda más remedio que hacer memoria de los
puntos que, hebdomadariamente, entregaba aquel cura de mi parroquia a los niños
que se sabían de carrerilla el “Astete”. Yo digo: “Tú eres, ¡oh Señor!, mi
valedor y protector” y tú respondes: “No tardes, Dios mío”. Luego, en posesión
de aquellos puntos, se abría un armario y se podían cambiar aquellos puntos por
bienes fungibles de distinta categoría. Eran, no sé, como el premio a la
constancia sin derecho a Cruz de San Hermenegildo, domingo tras domingo a
las tres de la tarde, la hora nona, haciendo filas para entrar al templo con
olor a caries de viejas sacristanas y a los acordes de una ratonera
cancioncilla pía, -ya decía el padre Laburu que cantar es equivalente a rezar
dos veces-; los niños, a la derecha; las niñas, a la izquierda, todos con
carita de san Tarsicio camino del suplicio. El único santo en los altares al
que la jerarquía eclesiástica permite que pose en minifalda. Me recordaban los puntos “bilore”
que nuestras madres recogían para cambiar por una espumadera de acero
ferrítico, ese acero que se pega al imán aunque llaman inoxidable. Yo digo:
“Gentes atentas piden con humildad perdonen sus pecados”; y tú contestas:
“Vuelve hacia mí tus ojos para socorrerme”. En esta vida, mi niña, todos
tenemos que conseguir los puntos necesarios para que el vecino nos respete en la forma debida. Unos, para tener un fondo
de comercio importante; otros, para transformar esos puntos en dinero contante
y sonante, como sucede en este país con los inspectores del Fisco. Así, para
éstos hay puntos por trabajo finalizado, por personas físicas según ingresos y
por eficacia en el trabajo, o sea, deuda tributaria descubierta. Yo digo:
“Estoy hecho una miseria y doblado hasta el suelo. Mis entrañas están llenas de
ardor y no hay en mi cuerpo parte sana”; y tú respondes: “Vuélvanse atrás
llenos de confusión los que mi mal desean”. A veces, pequeña, creo que se me
van a caer los imperios al suelo.
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