De madrugada. Vasos vacíos sobre la mesa, cigarrillos
machacados en el cenicero y silencio de vehículos en la calle. Sólo la radio se
digna acompañarme con música ratonera. La voz de un locutor insufla
confianza en los enfermos y amiga con camioneros y con los que no pueden
conciliar el sueño. De pronto, una voz femenina recita unos versos de Machado: “Y todo un coro infantil/ va
cantando la lección: / cien veces ciento, cien mil/ mil veces mil, un millón”.
Luego música de Albinoni. La
calefacción se ha quedado fría, con ese frío que sólo tienen los pies de los
cadáveres. Una entrevista a un personaje del que no he oído nunca hablar. En
sus respuestas hay ese tono distendido de las horas que preceden al alba,
cuando los escépticos están convencidos de que ya no volverá a hacerse de día.
Adoro la noche, con sus gatos pardos y sus sombras chinescas. En el vaho del
cristal de la ventana puedo escribir el nombre de todos mis amigos muertos.
Febrerillo el loco se marchará en unos días
al sitio donde duerme la primera noche del mundo. Flores de papel sobre
mi escritorio y pajaritas incapaces de volar. Ahora suena Perlita de Huelva y un frío de mal fario me recorre el cuerpo como
una culebrilla mientras el viejo reloj de pared señala las cinco, esa hora a
caballo entre la esperanza y el desaire. Noticias. Todo son calamidades,
terremotos, descarrilamientos, falsas alarmas y la corrupción política que no
cesa. Me quedo dormido sin molestarme en desconectarla.
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