Leído hoy en el editorial de El Correo de Andalucía: “Tras
cinco años sumergida en un grave conflicto, Siria ya suma 220.000 muertos, 11
millones de desplazados, 3,9 millones de refugiados y 12,2 millones de personas
que necesitan ayuda para subsistir. Éstas son las cifras, pero mientras el
vértigo emocional desequilibra nuestro raciocinio, las desfachatez de las
instituciones y de la política internacional aún brilla con luz propia”. No hay que olvidar la Memoria Histórica
ni lo que aconteció en España, si queremos entender lo que está sucediendo
ahora en otros países. El comandante Robert
(jefe del Estado Mayor de la Tercera
Brigada de Guerrilleros Españoles) dejó escrito: “Después de
la derrota del Ejército Republicano, ametrallados por las carreteras, la
población civil huye y no nos dejan tranquilos, a pesar de la derrota. Nos
masacra la aviación italiana y alemana, y todo el mundo huyendo. Medio millón
de personas, quinientos mil seres humanos, niños, mujeres y ancianos…militares,
llenos de piojos…todos en el mismo merengue, y buscando refugio en un país que
creíamos amigo, que era Francia”. Sobran las palabras. Ahora le toca a España
acoger el cupo que la Comisión Europea
nos ha designado. Aquí no sirve de nada que el ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, alerte contra la
posible infiltración de yihadistas entre los refugiados. Si se lanzan sospechas
sobre los expatriados que van a ser acogidos, mal empezamos. En las manos de
ese ministro está que tales cosas no sucedan. Y si se descubren yihadistas,
habrá que detenerlos sin contemplaciones. Pero no debe adelantar
acontecimientos ni crear alarma. A ese ministro le recomendaría leer los escalofriantes informes de ACNUR, donde modestísimamente colaboro aunque mi ayuda sirva de poco. A mí me producen desconfianza determinados
supernumerarios del Opus Dei y no digo nada. Tampoco les culpo de nada.
Símplemente les tengo en observación. No
vaya a acontecer en esta España cañí lo que en una comisaría de barrio el día
en que detuvieron a dos carteristas, a los que engrilletaron e interrogaron a
fondo a la luz directa de un potente
flexo. Y como resultó que a ninguno de ellos se les pudo hacer confesar el
robo, no se le ocurrió a aquel comisario franquista mejor cosa que sentar a
ambos frente a su mesa de despacho. Y les dijo: “usted –mirando a uno de ellos-
puede marcharse a su casa”. “Usted –mirando al otro- se quedará aquí hasta que
confiese, que tiene cara de malo”.
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