La radiación de terahercios,
la banda de las microondas entre la radiación electromagnética y la luz
infrarroja, obra el milagro de que se puedan leer libros cerrados. Ahora
comprendo por qué, cuando vas a casa de un hortera iletrado, donde los libros
de la estantería hacen juego con el tapizado del tresillo, siempre permanecen
igual de lustrosos. Jamás se estropean por el uso, como me sucede a mí con el Casares, al que le doy un gran meneo
cuando deseo ir de la idea a la palabra o viceversa. No es necesario que esos
libros vírgenes, que normalmente tratan
sobre la salud, cómo cultivar plantas de
jardín, o cómo cocinar con el microondas, además de un Quijote con tapas repujadas en oro y las obras completas de Rafael Pérez y Pérez que, por cierto,
fue maestro en La Muela,
sean leídos. Leer cansa y estropea la vista. El sistema descubierto por investigadores
del Massachusetts Institute of Tecnología
permite explotar los beneficios de que entre las páginas de un libro quedan
atrapadas diminutas bolsas de aire sólo unos 20 micrómetros de
profundidad. En mi niñez, mientras me entusiasmaba leyendo el TBO y “los grandes inventos del doctor
Franz de Copenhague”, daba por supuesto que el año dos mil y pico
aparecerían inventos increíbles. Pero nunca imaginé que el ser humano pudiese
llegar a leer libros sin necesidad de abrirlos. Los libros son como los melones, hay que abrirlos para saber si tienen sustancia. Día llegará el más difícil
todavía, o sea, cuando no sea necesario tener que aprender a saber leer para
comprender qué cuentan los libros, aunque estén escritos en chino o en ruso. Sobrarán aquellos maestros de escuela
que tanta paciencia debieron de tener para enseñarnos a leer, la tabla de
multiplicar, los ríos de España, la batalla de Lepanto y hasta saber calcular
el volumen del hexaedro, ese sólido de seis caras, como Albert Rivera, el político concebido en el laboratorio del Ibex 35 que cada diez minutos declara a
la prensa algo diferente a lo que dijo en un principio. En fin, como dijo Alfonso VI y yo le rectifiqué ayer al general Chicharro: “Cosas tenedes, Cid, que farán fablar las piedras”. Pero todo se le
debe perdonar a un general de Infantería de Marina, que tiene capacidad de
poder caminar sobre las aguas de los procelosos océanos y saltar sobre las
crestas de las olas a bayoneta calada.
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