Hace ya
bastantes años conocí a un anciano que me contó una pequeña historia marinera.
Todo comenzó cuando le ofrecí un pitillo. Necesitaba estar cerca de alguien. Me senté junto a él y me habló de muchas
cosas. Me dijo que toda su vida fue marinero, que incluso había estado en
Rusia. Era viudo. Le noté triste y resignado de no sabría decirles qué. Petra,
su mujer, fue santera. De inmediato me vino a la cabeza un famoso cuadro de
Cantarero, “La santera vasca”. Aquel
viejo de mirada penetrante y cara abrasada por el salitre del Cantábrico,
sonriente aunque triste y casi esquelético, me causó una rara impresión.
--Le participo a usted que no me gustan los emboquillados.
Ese me parece tabaco de señoritas, sin que se ofenda. Yo compro donde Patxi
tabaco picado, del de toda la vida, ya sabe...
--Sí, entiendo.
--Todo empezó cuando un buen día, hace ya siglos, unos
paisanos salieron a faenar la anchoa.
Resultó que pasadas dos o tres jornadas, uno de aquellos marineros avistó algo
en la lejanía en rumbo de colisión. Inmediatamente todos los tripulantes, creyendo que se trataría
de algún naufragio, se acercaron a toda máquina hasta aquel misterioso bote a
la deriva. Ya junto al mismo, pudieron observar con asombro que no portaba
hombres a bordo. Sólo una talla de regulares dimensiones. Joseba, el patrón, ordenó amarrar e izar lo
que parecía un crucifijo hasta la cubierta del pesquero Edurne, matrícula de Bilbao. Inmediatamente después señaló a dos
marineros que lo depositasen en el interior de una de sus bodegas. Allí
permaneció por espacio de diez jornadas, al cabo de las cuales una galerna se
desencadenó sobre la mar. ¿Sigo?
-- Sí, siga.
--Como guste. Lo que en principio parecía algo normal,
pronto arreció hasta el punto de poner en grave aprieto barco y tripulación.
Muy asustados, y convencidos de que aquella galerna no tenía trazas de amainar,
decidieron sujetar el misterioso hallazgo a la gavia de trinquete. La sorpresa
fue inexplicable. Al acercarse a la bodega uno de aquellos navegantes pudo
comprobar con estupor cómo alrededor de aquel crucifijo había un centenar de
pequeños roedores que ya habían dañado la imagen en brazos, piernas y madero de
cruz.
--Sería de roble…
--Probablemente. Como
le estaba contando, armado de una escoba, uno de los marineros, puede que fuese Uribe, que ya no estoy seguro, arremetió contra los ratones a escobazo limpio
dejando entre muertos y malheridos a una docena de ellos, huyendo el resto a
discreción. Rescatado el santocristo, y
cumpliendo las órdenes recibidas del patrón, se aseguró la talla en el lugar
indicado. Milagrosamente, poco tiempo después ya no era necesario continuar
navegando a la capa. La mar se había trocado en un estanque tranquilo.
--¿Cómo el lago de Bañolas?
--¿Mande?
--No, nada. Siga usted.
--Como le contaba, a bordo
se empezó a hablar de portento. Postrada en cubierta, la tripulación dio
gracias al Cielo. No era para menos. De
regreso a puerto estudiaron la posibilidad de construir una ermita dedicada a
la bendita talla, aprovechando las piedras de un viejo castillo casi derruido
cerca de Zarauz.
--¿No servía para futuro
parador nacional?
--No señor, no servía. Ya no
era ni pintoresco. Sólo quedaba la buena voluntad, que no era poco. Pero a lo que iba, que ya se me está
escapando el hilo del relato. Usted puede preguntar lo que desee, pero si me
interrumpe, se acabó el carbón. Como le estaba contando, ya estaban casi en el
espigón de atraque cuando algo superior al control humano horrorizó a los marineros.
Era como si llegase el fin del mundo.
--¿Se escucharon las
trompetas de Jericó?
--No señor, creo que sólo un
gran estruendo.
Teníamos la sensación de que el sol se había
roto en cien mil pedazos. Se hizo como de noche y hasta se pudieron ver las
estrellas en el firmamento. Luego vino un sepulcral silencio y un gran
resplandor cegador. Algo nunca visto hasta entonces emergía del fondo de la
bahía de Guetaria, cerca de la iglesia de san Antón. Todos estaban paralizados
por el espanto. Se trataba de una gran montaña de rocas y algas con la forma de
un gigantesco ratón, con el hocico dirigido justo hacia el lugar donde la cruz
había sido rescatada de las aguas.
Al llegar a este punto del relato sentí como frío en la
espalda.
--¿Le sucede algo?,-- me preguntó el anciano.
--No, nada,-- le contesté.
Ya tengo que marcharme. Se me hace tarde.
--¿Qué le parece si antes de irse liamos un cigarro de los
míos?
--Una gran idea, aunque reconozco que liar un cigarro es
todo un arte que requiere oficio.
Nos reímos.
Posteriormente he vuelto por el pueblo natal de Juan
Sebastián Elcano, el primer marino que dio la vuelta al mundo, pero jamás me
volví a encontrar con aquel anciano.
Pregunté por él aportando datos de su aspecto y nadie supo darme razón
de su existencia. Del fondo de la taberna Zuria salía un melancólico sonido de
acordeón interpretando el zorzico Herrikoiak.
Tal vez muriese de nostalgia
marinera.
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