Ese tiovivo multicolor que nos divierte ha dejado de rodar y
todo ha vuelto a la aparente normalidad. Se acabaron los turrones, las sidras,
los espumillones, los peces que beben en el río, los pitos, las flautas y la
madre que los parió. Aquí lo que toca ahora es preparar la Semana Santa, o sea, cuando a
ese Dios que acaba de nacer lo matan de mala manera. Pasamos de Melchor, Gaspar y Baltasar a Anás, Caifás y Pilatos, del
turrón a las torrijas y de las uvas de la suerte a cortar calles para que pasen
las procesiones a golpe de timbal. Y entre ambas cosas aparece el Carnaval
anunciando una atroz primavera. Contaba Cela
en La rueda de los ocios que “las
religiones –incluso las falsas- tratan de dar al hombre fuerzas morales con las
que poder resistir a esa gran incógnita que es la vida y a esa otra incógnita,
mucho mayor y mucho más misteriosa, que es la muerte”. Enero avanza ya silente
y sin bullangas, con más pena que gloria y con los bolsillos vacíos de
calderilla. Toca esperar a que los días alarguen y a que las aliagas, esas
legumbres lampiñas y espinosas, florezcan. El dicho “cuando la aliaga florece
el hambre crece”, hace referencia a que los rebaños tienen poco pasto para rumiar en las mesetas
esteparias. Estamos varados a la vera del estupor y observamos con atención a
los prestidigitadores de la política por ver cómo sacan el conejo de la manga.
Ayer se celebró, también, la
Pascua Militar. En
la prensa, todo se redujo a contarnos que Letizia
Ortiz repetía vestido. Uf, voy a tomarme un anís La Dolores por ver de
matar la lombriz del aburrimiento.
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