Muchas editoriales se alegrarán de que obras de
importantísimos autores ya sean de dominio público al haber perdido sus
herederos los derechos de autor y cumplirse el plazo marcado en la ley. Es lo
que tiene de bueno para unos y de malo para otros la prescripción, o sea, la
pérdida de dominio. Y eso sucederá con autores de la talla de García Lorca, Valle Inclán, Unamuno, Muñoz Seca, Ramiro de Maeztu… Otros, en cambio, no interesan a casi nadie, como
es el caso de José Calvo Sotelo, José Antonio Primo de Rivera, Onésimo Redondo, etc. Aunque hace
ochenta años desde su muerte, sus posibles lectores, de tenerlos, ya pasan del
siglo y, por tanto, están muertos. En realidad un autor muere cuando deja de
tener lectores, de la misma manera que un individuo desaparece para siempre
cuando deja de ser recordados. ¿Quién lee hoy a Elena Quiroga, Agustín de
Figueroa, Concha Espina, Agustín de Foxá, Mercedes Formica, Julia Maura, Vital Aza…? ¿Quién recuerda aquella colección de “La
novela del sábado” que irrumpió en los quioscos en abril de 1953 al precio
de seis pesetas? La novela del sábado,
como escribió Alberto Sánchez Álvarez-Insúa, “suministró a sus lectores una
mezcla de autores españoles pertenecientes a las generaciones anteriores a la
guerra, autores de posguerra, del siglo XIX y autores extranjeros de prestigio.
Asistió puntualmente a la cita con sus lectores a lo largo de cien números
semanales, desde abril 1953 hasta marzo 1955”. Ójala volviesen a los
quioscos novelas breves de autores
varios –no importa quiénes- a precios asequibles y que las nuevas generaciones
sintiesen deseos de leer. No sé quién dijo aquello de que “leer perjudica
gravemente la ignorancia”. Cierto. Debería ponerse en todas las tapas de los
libros de forma obligatoria al igual que se hace con las cajetillas de tabaco y
su relación con la pérdida de la salud.
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