Inventos y patentes
Todos sabemos que en invierno suele hacer frío y que en unos lugares
hiela y nieva más que en otros, como en la canción de Adamo. Pero lo que no entiendo es que los telediarios dediquen media hora de su tiempo para darnos la noticia
de lo que ya sabemos. Los cronistas, micrófono en mano, asoman de pueblo en
pueblo preguntando a los lugareños sobre el frío que se deja notar. Unos
cuentan que el frío es insoportable, y otros, los de más edad, están
convencidos de que años atrás el frío era más intenso. Todo ese despliegue de
medios me recuerda cada 22 de diciembre tras el sorteo de la lotería, cuando
los reporteros se acercan a los ciudadanos para que cuenten cuánto dinero les
ha tocado; mientras un corro de acompañantes, entre risotadas, menean botellas
de cava barato, beben a morro su contenido y sueñan despiertos con lo que
desean hacer con ese dinero. Los tiempos cambian. Recuerdo todavía cuando, de
niño, hacía gimnasia en el patio del colegio con el abrigo puesto. Era una
asignatura obligatoria en el Bachillerato del Plan del 57, como las
matemáticas, la geografía, la religión o la formación del espíritu nacional. En
aquel colegio, que era una mierda, la gimnasia y la formación del espíritu
nacional eran dos asignaturas que daba el mismo profesor, un antiguo alférez
provisional que nunca llegó a ser cadáver efectivo, pero que nos contaba
pasajes heroicos de aquella epopeya, de la Guerra Civil quiero decir, con
el supuesto ardor que habría puesto, pongamos por caso, el coronel Moscardó, cuando el comandante Cartón, jefe de las fuerzas
republicanas en Toledo, le llamó por teléfono y él coronel contestó: “Al
aparato”. Aquello de “al aparato” sonaba como muy patriótico. Vamos, que el
Alcázar no se rendía. Y los educandos imaginábamos, mientras aquel profesor a
la violeta platicaba con los ojos casi fuera de sus órbitas, a Alonso Guzmán el Bueno, la amenaza
benimerí y el ofrecimiento del puñal. Guzmán el Bueno no pudo decir “al
aparato” porque todavía no había teléfonos y faltaban muchos años para que
naciera Antonio Meucci, que fue su inventor aunque Alexander Graham Bell lo patentase. Unos
llevan la fama y otros cardan la lana. Hace unos meses, sentado en una silla de
velador en la Plaza
de Zocodover contemplaba el Alcázar y recordé al viejo profesor de gimnasia y
formación del espíritu nacional. Tenía un bigote como un rastrillo y una
insignia en la solapa de su americana muy patriótica. Me consta que no inventó
aquella guerra pero estoy seguro que la patentó. No me cabe la menor duda.
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