lunes, 22 de agosto de 2022

España: peligro indefinido

 


El gris ceniza fue el color de aquella televisión que sufrimos en la España de Franco, en aquellos teleclubes de pueblo donde un cartel con los  “25 años de paz” presidía las paredes de tabernas y centros sociales para recordarnos cómo habían llegado los avances tecnológicos a un país que despegaba despacio con la llegada de multinacionales. Las ciudades se llenaron de “600”, de barrios humildes y sin infraestructuras básicas y de polígonos industriales inaugurados por López Rodó, al tiempo que los pueblos se quedaban vacíos de vecinos, de silencio mudo y de esperanza. Desde Estoril, un personaje que nunca fue rey de derecho y que vivía del cuento y de las ayudas económicas de algunos monárquicos recalcitrantes pese a tener dinero, y mucho, lanzaba pestes contra un caudillo por la gracia de Dios que lo tenía todo “atado y bien atado”; y que, como en el juego de las damas, saltaba sin caballo y con sus botas de montar acharoladas por encima de unos derechos borbónicos inexistentes, perdidos el día que el último monarca, Alfonso XIII, abandonó con cobardía este país sin séquito ni puente de plata. Solo Romanones acompañó una jornada después en su despedida a Victoria Eugenia en el andén de la fría estación de El Escorial. Desde 1947, España era un Reino que carecía de rey. En aquella paradoja plasmada en la  Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado todo era como muy raro. Aquella ley, digo, se votó por unos españoles a los que se les coaccionó mediante la exigencia de certificados de voto en empresas y el consiguiente sellado de las cartillas de racionamiento. La Ley, publicada en el BOE el 27 de junio de 1947 estuvo en vigor 31 años.  hasta su derogación definitiva por la Constitución de 1978. En su artículo 1º se decía que ““España, como unidad política, es un Estado católico, social y representativo, que, de acuerdo con su tradición, se declara constituido en Reino”.  Todo un golpe bajo al “Manifiesto de Lausana” de 15 de marzo de 1945 y una cuchillada de baratero para el iluso aspirante a un trono vacío. Finalmente, por la ley 62/1969, de 22 de julio, Franco designaba al recién nombrado Príncipe de España (que nunca fue príncipe de Asturias) heredero a título de rey. Se descartaban definitivamente a otros candidatos: Juan de Borbón Battenberg, Alfonso de Borbón Dampierre  y Carlos Hugo de Borbón-Parma. En sus primeras palabras tras su designación, Juan Carlos de Borbón, ya nominado como Su Alteza Real, reconocía la “legitimidad del régimen surgido del golpe de Estado del 18 de julio y la victoria militar franquista de la Guerra de España de 1936-1939”.  Aquella Monarquía, que llevaba trazas de convertirse en una continuación del franquismo,  tuvo que transformarse en una Monarquia Parlamentaria si queríamos estar homologados con Europa. El rey se convirtió en una figura casi decorativa, cuya firma en el BOE debía estar refrendada con la firma del correspondiente ministro, que asumía la responsabilidad del acto en la forma establecida en el artículo 64 de la Constitución. Pero el hecho de no estar sujeto el monarca a responsabilidad es un arma cargada de peligros. Así pasa lo que pasa.

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