De entrar en recesión, que parece probable, en 2023, habrá una selección natural, es decir, aquellos negocios que ahora no marchan bien, desaparecerán. Otros, en cambio, subirán como la espuma. Niño Becerra, en la Cadena Ser, pronosticaba un estancamiento del empleo, mayor subida de la inflación y la desaparición del 75% de bares y restaurantes medianos, los que usa la clase media cuando se da un capricho. Para ese economista, “este ha podido ser el último verano gastando en bares, carreteras, playas y restaurantes”. Lo que no parece muy normal es que me asome en casa a la ventana y vea en mi acera y en la de enfrente cinco bares con sus correspondientes terrazas, todos ellos separados por muy pocos metros de diferencia. La cultura de bar tiene que desaparecer tal y como la entendemos. Un país de camareros es un país de fracasados. Una contracción en la demanda, como digo, puede dar al traste con muchos negocios pequeños que ya andan flojos de clientela. Las mayores alertas sobre la que nos viene encima son que la Reserva Federal está elevando los tipos de interés y suspendiendo la compra de activos; el FMI ha rebajado la previsión de crecimiento para Europa, incluida Alemania; se ha invertido la curva de rendimiento de los bonos del Tesoro americano; desconocemos por dónde se va a encaminar la guerra de Ucrania y sus posibles consecuencias; existe colapso de contenedores en el puerto de Shanghái, con la consiguiente carencia de componentes en Europa; las amenazas de Putin de cerrar el grifo del gas aumentará los rigores invernales en casi toda la Europa central; el posible aumento del precio del petróleo encarecerá la logística; el deterioro de la confianza del consumidor se hará patente; y el futuro parece incierto en el mercado inmobiliario. No olvidemos que el precio de los inmuebles con respecto al ingreso de los hogares se sitúa en el nivel más alto desde que hay registros. Tenemos miedo al vacío y eso se nota en la mirada de los viejos.
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