jueves, 3 de octubre de 2024

Nostalgia de Lugo

 

 

Hay cosas que yo no entiendo. Soy consciente de que, con los años, aquellos lugares que vimos, o donde vivimos temporalmente siendo niños sufren en nuestro cerebro una distorsión equivalente a lo que sucede cuando visitamos los espejos cóncavos y convexos del madrileño callejón del Gato. En mi caso, casi todos los veranos de mi infancia los pasé en Lugo, en casa de mis abuelos maternos. He vuelto de mayor a visitar esa precisa ciudad, a pasear por su muralla, a visitar la catedral, el Cantón de Velarde, el bien cuidado parque Rosalía de Castro, con su estanque con ocas, cisnes y pavos reales caminado a su libre albedrío y extendiendo sus colas como grandes abanicos, su mirador al río Miño, su maqueta de la geografía física de la Península Ibérica, el quiosco de la música, su escalinata, su pérgola…, y cómo no, a tomar alguna tapa de pulpo o empanada en bares y tabernas con un estilo singular, todos ellos situados en la Rúa Nova, entre la Plaza do Campo y la esquina con la Rúa Tinería. La gente es amable y respetuosa y, no sé por qué, cuando me he sentado en bancos de piedra he notado un raro olor a humedad indescriptible como de coro de colegiata. Reconozco que Lugo es una ciudad de cuestas en tobogán, como lo es Madrid. Aquel que lo ponga en duda, que suba la cuesta de Moyano o de Atocha. Pues bien, hoy leo en El Progreso que “Lugo es la capital de provincia en España que resulta menos rentable a los hoteles, solo por delante de Ciudad Real”. No se entiende, considerando que tiene el precio por habitación de los más bajos. Pese a ello, este verano solo recibió la ciudad 39.000 turistas. Quizá la Junta de Galicia y el Ayuntamiento de Lugo deberían promocionar mejor esa bonita ciudad donde ‘nunca pasa nada’ tras las fiestas de san Froilán. El Cantón de Velarde, con su zona arbolada donde estuvo situado el ‘quiosco de Bonifacio’, fue un lugar reconocido por su terraza entoldada donde se tomaban refrescos y se conquistaba a mujeres en edad de merecer. También allí se ofrecía cine durante las fiestas. Contaba con la figura del “explicador”, que comentaba lo que se proyectaba acompañado con una pianola. Esas cosas no llegué a conocerlas, pero me las relataba mi abuelo, al que yo siempre presté una gran atención. El tiempo, cuando parece que pasa, vuelve como todo en esta vida, y el rugido del mar siempre puede escucharse en la profunda oquedad de una caracola.

 

No hay comentarios: