A mi amigo Iscariote Lechón, que le encantaba leer lo que fuere necesario pese a la manifiesta “regresión de una cultura”, como diría el profesor José Carlos Mainer, le quedaba la espinita clavada de no haber podido años atrás tomar clases de bombardino, que es instrumento de viento semejante al figle, pero con pistones en vez de llaves. Siempre que sonaba en la radio un pasodoble, éste hacía el bajo con la garganta, haciendo globos con la boca llena de aire. Iscariote Lechón era hombre apañado. Con su navajilla de Albacete le había hecho a un vecino de escalera, Rosendo Galindo, que vivía a pupilaje, una mano de madera de brezo provista de mango capaz de rascar la espalda, para que éste se lo regalara a doña Fuencisla por su cumpleaños, que doña Fuencisla, la patrona, tenía gustos refinados y agradecía los detalles de su pupilo de la manera más tradicional, al tiempo que desahogaba sus instintos primarios de forma civilizada. Algunas tardes, doña Fuencisla abría la vitrina y le dejaba tocar a Rosendo Galindo el sable de su esposo, Saturnino Escalante, sargento de la Guardia Civil, fallecido cuando la riada del 56 se lo llevó por delante intentando salvar un cordero que llevaba camino de ahogarse en el Segre. Al final se ahogaron los dos, pero la muerte del sargento Escalante fue muy sentida en Alcarrás, donde estaba destinado como comandante de puesto. En realidad el sable no le pertenecía al sargento Escalante sino que estaba depositado en la sala del banderas de la casa-cuarte desde que se lo dejó olvidado el coronel Joan Baget, que había luchado contra los franceses en el Bruch y capitaneó los Somatenes y el Primer Tercio de Miqueletes. Como nadie lo reclamaba, el sargento se hizo con él, le sacó brillo con ‘sidol’ y lo colocó en su casa colgado sobre una encimera. Y ahí sigue.
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