jueves, 14 de noviembre de 2024

Comedia ligera

 



Una de las cosas más importantes de la casa es disponer de una tostadora. A media mañana colocas una rodaja de buen pan de hogaza en la ranura del artefacto para que se temple un poco y solo queden crujientes los bordes del pan, la untas con un buen tomate de Zaragoza, de esos que tienen el tamaño de un moño de anciana gitana, le añades un chorrito de aceite de oliva suave, no hace falta que sea virgen ni mártir, la acompañas con unas rodajas  de chorizo picante de Mansilla de las Mulas, medio vaso de vino tinto “tempranillo” de Valdepeñas fresco y ya tienes un traje con faralaes dispuesto para bailar "cuando paso por el puente, Triana vida mía..." en el Altozano. No hace falta que el vino sea caro. Eso lo dejo para los nuevos ricos y para los horteras de bolera.  Con un “Conde de Egara” es suficiente. Es un vino elegante, barato y rompedor.  Nada de tomarlo en una mesa. Mejor de pie, como el que dice una misa, y con el platillo blanco, el platillo tiene que ser blanco y de loza como un traje de novia, sobre el trinchante de la cocina. Cuando lo tengas todo preparado, le solicitas a “Alexa” que deseas escuchar una canción de Cesárea Évora, por ejemplo “Carnaval de Sao Vicente” o “Angola”. Miras por la ventana, ves llover y a la gente refugiada bajo un paraguas de esos de los chinos que tapan poco y se rompen cuando hace viento. Es entonces cuando te das cuenta de que eres un privilegiado de lo sencillo. Se necesitan pocas cosas para hacerle a uno feliz. Después te acomodas en un sillón y continúas leyendo el libro que tienes entre manos, en mi caso el comienzo del capítulo 8 de “Una comedia ligera”, de Eduardo Mendoza, que comienza: “José Felipe Clasiciano, el melifluo  poeta modernista, solía hospedarse en un sencillo hotel situado en las inmediaciones de la Puerta del Ángel y frecuentado por subalternos de la fiesta brava…”, hasta que suena el maldito timbre del teléfono. Una voz de mujer me pregunta si deseo cambiar mi cuarto de baño. No le contesto y cuelgo cabreado. La habría envenenado con matahormigas por entrar en mi casa por la línea telefónica como los virus entran en el cuerpo, ora por los poros, ora por la boca, ora por la minga, sin pedir permiso.  Esa vendedora de duchas y retretes acaba de romper mi sosiego. Los vendedores ya no llaman a la puerta como antes para vender enciclopedias o biblias. Ahora penetran por el teléfono para estafarte o para intentar vender cualquier artilugio que ni te va ni te viene. No entiendo la manía que le ha entrado a la gente por cambiar el cuarto de baño, desprenderse de la bañera de toda la vida y colocar  en su lugar una cabina con una ducha con no sé cuántos chorrillos relajantes. Las ‘ventas online’ ahorran a los mercaderes mucha suela de zapato y son difíciles de erradicar, como sucede con las ladillas si no se usa el ‘Ladillol’ de los Laboratorios Orzán, con las purgaciones de garabatillo,  las escandalosas orquitis, o la legión de moscas anidadas en la bragueta de los diabéticos seniles mediante el sacramento de la penitencia si no va acompañada la absolución por parte del cura de un frasquito con tapón de baquelita conteniendo el milagroso aceite inglés.

 

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