Las fiestas navideñas han dejado de ser fechas entrañables para poner el Nacimiento (no el belén, como dicen los raqueros), asistir a la Misa de Gallo, reuniendo a la familia más allegada, incluidos los consortes de diferentes raleas, en torno a una mesa adornada donde se recuerda a los ausentes, se entonan villancicos a media voz, se viste el pino con guirnaldas, se descorchan botellas de cava y se ponen (mejor dicho, se ponían) los zapatos infantiles en el cuarto de estar la víspera de la Epifanía. Pero eso ya casi no se estila, tampoco "ponerse para cenar jazmines en el ojal", como decía en una canción María Dolores Pradera. A decir verdad, en mi casa solo lleva este menda puesta la chaqueta y la corbata durante toda la cena de Nochebuena. Y si tengo calor, me aguanto por una cuestión de principios. Hay cosas que solo se aprenden de pequeño, observando cómo actúan los mayores. El “black friday”, ese coñazo insufrible, coincide en Zaragoza con el encendido de las luces en las calles para animar al vecindario a que salga como los mosquitos a la luz de una bombilla y gaste en las tiendas de moda con sus falsas rebajas. Un millón trescientos mil euros despilfarrados en luces se me antoja una insensatez que solo cabe en la cabeza de Chueca, la alcaldesa folclórica y despilfarradora que nos ha tocado en suerte, que es como tener que soportar con paciencia un golondrino en el sobaco. El “black friday” es una importación de los Estados Unidos, que es costumbre celebrar el último viernes de noviembre después de la fiesta de Acción de Gracias, y que esos americanos con mentalidad infantiloide celebran zampando a dos carrillos un pavo asado. Me entero de que en la década de los 50, muchos estadounidenses no asistían a sus trabajos durante ese día y aprovechaban para preparar las compras navideñas. Y por estos pagos nos hemos quedado con la copla, como ya sucedió con el “Halloveen” cada 31 de octubre. Dice el refrán: “Noviembre, dichoso mes que entra en los Santos y sale con san Andrés”. Se ha planificado la obsolescencia de los productos para incrementar el consumo. Algo parecido sucede con la perversa moda, que se desecha cada poco tiempo, pero que funciona durante el lapso suficiente para garantizar que los clientes vuelvan a comprar, lo que constituye una seria amenaza para la sostenibilidad y la correspondiente disminución de los recursos, como se supone que mantiene Sara Aagesen, la nueva ministra de Transición Ecológica. Pero no pasa nada, y si pasa, ¿qué pasa? Solo un dato: con la comida que se va a tirar al cubo de la basura estas fiestas (falsamente llamadas religiosas) se podría alimentar a un gran contingente poblacional de África. Según datos de la FAO unos 800 millones de habitantes pasan hambre en el mundo y a 17 millones de ellos el hambre les provoca la muerte, mientras en el Primer Mundo se tiran 1300 millones de toneladas de alimentos. En España, por concretar, se desperdician 7,7 millones de toneladas al año, lo que equivale a 169 kilos por habitante. Unos datos que producen escalofríos a cualquier ciudadano que tenga empatía. Para que luego nos venga la Iglesia católica diciendo que todos los viernes del año son días de abstinencia. Suena a chascarrillo. Eso que se lo vayan a contar los orondos purpurados del Vaticano a los tutsis y hutus burundeses, a los sidamas y oromos etíopes, o a los igbos de Biafra. Serían cocidos en la marmita como en las rancias viñetas de los tebeos. ¡Qué vergüenza! La economía de un país no debe reflejarse solo en datos de las frías estadísticas del PIB, también en la inefable mirada de los niños, que siempre terminan pagando el pato.
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