Leo en El Correo de Zamora un suelto de Estefanía Vega, donde ésta entrevista a la propietaria de la última tienda en activo en Morales. Su propietaria, Ana Pérez González, cuanta algo por todos bien conocido, o sea, que los colmados de los pequeños pueblos desaparecen fagocitados por las grandes superficies. Ocurre también en los barrios de las grandes ciudades, donde los viejos colmados, esos que el llorado Antonio Burgos dio en llamar “tiendas de avío”, desparecen como el agua en un charco. Es el signo de los tiempos. Todo comenzó cuando los vecinos se motorizaron y prefirieron recorrer en su utilitario algunos kilómetros con tal de poder elegir los productos para llenar la nevera sin tener que “morir al palo” de lo que se ofrecía en aquellas pequeñas tiendas de las llamadas “de toda la vida”, donde entre el tendero y el cliente existía un trato casi familiar. La despoblación en los alfoces de lugares con mayor núcleo de población es evidente y esas pequeñas tiendas rurales casi no cubren gastos. Así sucede que con el milagro del utilitario, los vecinos de Morales prefieren hacer la compra en Toro al distar solo 8 kilómetros; los de Toro optan por acercarse a Zamora, a 35 kilómetros, y los de Zamora entienden que hay más artículos de consumo donde poder elegir (sobre todo vestuario) en Valladolid, que dista 58 kilómetros. Las pocas tiendas de avío que van quedando en pueblos y ciudades son como aquellos pequeños drugstores del Lejano Oeste americano que veíamos en las películas que se filmaban en Almería, donde se servía de todo: balas de rifle, comida, cuerdas, herramientas…, que lo mismo servían para un roto que para un descosido. Y a las tiendas de avío de los barrios te acercabas cuando se te había olvidado comprar un paquete de sal, habías hecho corto con el pan o necesitabas un poco de café, recordabas que era domingo y estaba el súper cerrado. Las tiendas de avío estuvieron siempre abiertas, como las farmacias de guardia o las funerarias. Solían ser despachadas por un señor mayor con bata añil, que fumaba ‘ideales’ , que nunca decidía jubilarse y que mataba las tediosas horas fuera del mostrador con cara soñolienta, sentado en una silla de anea junto a unas barricas de vermús y amontillados, al tiempo que escuchaba en un pequeño transistor los resultados de los partidos de fútbol o los embotellamientos en las carreteras secundarias al regreso de los domigueros. Sobre su cabeza con boina pendía del techo encalado un congrio seco en forma de raqueta y unas ristras de ajos morados de Las Pedroñeras que desprendían un olor especial. En el suelo, apoyado sobre una pared, descansaba un tabal de sardinas en salazón; y sobre el mostrador, toda clase de encurtidos en vinagre y una gran lata de escabeche “Reina de los mares”, de la empresa fundada por Cipriano Escobio, que además de conservero era armador de buques de pesca en Canarias. Las tiendas de avío, como digo, están en vías de desaparición, casi en vía muerta. Entre todos las mataron y ellas solas se murieron con el paso de los días. Se echan de menos cuando nos faltan y en las tortuosas callejuelas silentes solo se escucha el ladrido de los perros. Como todo en esta vida.
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