Ayer fue un conocido mío de boda. Le pregunté por el
banquete. Me dijo que todo había estado bien, salvo que servían arroz con
bogavante pero que él no vio trazas de ese crustáceo en su plato. Me lo dijo con un cierto aire de derrota. Le contesté
que esas cosas suceden, aunque era mejor no reclamar al camarero, que no traía cuenta. Menos mal que
a ese conocido mío, pese a todo, no le gusta perder el tiempo con los mariscos, menos aún con
el bogavante, que suele ser congelado y más insípido que una langosta
antillana. Personalmente, le dije, prefiero unos mejillones al vapor, incluso crudos y con
un chorro de limón, como hago en el caso de las ostras. El bogavante tiene un
tiempo de cocción, o sea, cinco minutos desde que el agua rompe a hervir. Reconozco
que posee vitamina A, casi todas las del grupo B, B3 y B12, potasio, magnesio y fósforo, muy
poca grasa y alrededor de 85 calorías. Pero no hay que olvidar que también tiene
exceso de sodio, enemigo de los hipertensos. En resumidas cuentas, casi debe
agradecer mi amigo que en el convite no le pusieran por olvido o negligencia lo que para algunos es un
excelente manjar, y para otros, además de a los hipertensos y a aquellos que
tienen problemas de ácido úrico, lo más parecido a un caramelo envenenado.
Sobre gustos no hay nada escrito. Tanto es así que, digan lo que digan, prefiero un buen chicharro
al horno que un besugo. Sólo hay que llevar cuidado con las espinas, que son
casi como el sable de Narváez, sujeto sobre
el que se cuenta una graciosa anécdota. En cierta ocasión, un secretario de su
Gabinete se negó a firmar un decreto que no le gustaba. El funcionario le
dijo al Espadón de Loja: “Antes de
firmar esa ley, me corto la mano”. Y Narváez le contestó: “Usted firmará y no
se cortará ninguna mano. Con la derecha firmará la ley y la izquierda la
necesito yo para rascarme los cojones”. En fin, si les invitan a un banquete y
ofrecen en el menú arroz con bogavante, cómanse el arroz antes de que se enfríe,
a ser posible caldoso, y se olviden del crustáceo. A veces resulta tan menguado
e insípido que no compensa perder el tiempo rompiendo su armadura de caballero cruzado.
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