Ya
se ven menos, pero hace no muchos años era común ver esquelas fúnebres donde
bajo el nombre y apellidos del finado se podía leer “del Comercio”, de la misma
manera que en otras esquelas aparecía la profesión que tuvieron en vida: médico, arquitecto, facultativo de minas,
militar, etcétera. Sobre esa profesión , la de militar, había dos apartados: el
militar de alta graduación, pongamos por caso coronel de Artillería, al que se
le anteponía al nombre de pila el latiguillo de “ilustrísimo señor” o de “usía”,
extensivo a sus viudas, y que también se anteponía a los tenientes
coroneles que estaban en posesión de la cruz
de caballero de San Hermenegildo (categoría básica) que pese a lo que algunos piensen no se
conseguía por méritos de guerra sino a petición del interesado tras veinte años
de servicio sin acumular arrestos; y el militar de baja graduación, al que sólo
le ponían “militar” a secas, por poner algo. Esos fallecidos no solían aparecer
en las páginas del ABC sino en la
prensa de provincias, en el supuesto de que tuviesen al día el pago del recibo
de decesos con El Ocaso. De no ser
así, ni flores. Pero los comerciantes (de tejidos, ultramarinos, etcétera) que
regentaban tiendas, alguna de ellas centenaria, han ido desapareciendo casi silentes con la
llegada de las grandes superficies. Recuerdo que tenían muy a bien haber
pertenecido al Comercio (al por mayor o al detall), haberse uniformado con
batas azulonas y haber puesto siempre al final de las facturas confeccionadas
con tinta negra y plumilla aquello de s.e.u.o,
que era como el S.A.R. en el arte del
toma y daca. Y cuando éstos se jubilaban, seguían apareciendo a diario por su
negocio con traje, chaleco y corbata para saludar a la distinguida clientela y,
de paso, hacer bueno aquello de que el ojo del amo engorda el caballo. En esa
fase de sus vidas ya se habían convertido en una especie de indianos que no
habían tenido que marchar de jóvenes a Cuba o a Argentina para comenzar su
experiencia barriendo el drug-store
del pariente que le había pagado el viaje de ida en el vapor Guadalupe o en el Escolano. Ser “del Comercio”
imprimía carácter. De eso sabían mucho los empleados de “El Encanto” y los de “La
Casa de la Troya”, en La Habana: Pepín
Fernández, Ramón Areces y, cómo
no, mi abuelo Aquilino Miranda.
Pero, como digo, ya quedan pocas tiendas con solera en activo. Supongo que esa
será la razón por la que ya casi no se leen esquelas de fuste en el ABC, que era el diario donde aparecían
los recuadros con orla negra de los comerciantes de rancio abolengo,
independientemente de que hubiesen tenido su negocio en Cádiz, Madrid, Segovia,
Puente Genil o Calatayud, aunque ya
hubiese cerrado la persiana un lustro antes por haberse quedado mudo el timbre
de la caja registradora.
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