Ha
dicho Joaquim Torra que no piensa
invitar al jefe del Estado al primer
aniversario de la masacre yijadista de las Ramblas y Cambrils. Y así lo
recuerda Antonio Burgos en su
artículo “Plasma y pasta” de ABC de Sevilla, donde aprovecha para
señalar que el rey “puede ir a la parte del Reino de España que le salga de la
Corona”. En efecto, así es, salvo que se oponga el Gobierno, como ya aconteció
con el pospuesto viaje a Cuba. Pero, a mi entender, el jefe del Estado no
siempre va “donde le sale de la Corona”, como dice Burgos. Que a mí me conste, el
rey todavía no ha ido ni a Ceuta ni a Melilla, supongo que por no incomodar al rey de Marruecos, de la misma manera
que se vería con malos ojos por Gobierno de España que la Isabel II visitase la colonia del Peñón de Gibraltar. Un peñón que,
por cierto, se perdió para España por el Tratado
de Utrech, firmado por los países antagonistas a la Guerra de Sucesión en 1713. Una Guerra que, todo hay que decirlo, fue
causada por Felipe de Anjou, el
primer Borbón que había llegado para quedarse por la herencia del triste Carlos II, hechizado por la alquimia y
muerto el 1 de noviembre de 1700, siendo el último descendiente
de la rama española de los Habsburgo.
Un rey sobre el que se sabe que padecía el síndrome de Klinefelter, enfermedad genética, que consiste en una
alteración cromosómica expresado en el cariotipo 47/XXY y que se caracteriza por
infertilidad, niveles inadecuados de testosterona, disfunción testicular, hipogenitalismo,
trastornos conductuales y aspecto eunucoide, con talla alta, extremidades
largas, escaso vello facial y distribución de vello de tipo femenino. Su
mujer, María Luisa de Orleáns,
realizó peregrinaciones y veneró reliquias sagradas con la finalidad de poder
quedarse embarazada. Murió en 1689, dejando a Carlos II en un fuerte
estado depresivo. Le obligaron a casarse al poco tiempo con Mariana de Neoburgo, a la que tampoco
consiguió el rey dejarla preñada. Y fue entonces cuando llegó la cuestión
sucesoria. Y así fue como se eligió a Felipe de Anjou, hijo del Gran Delfín de Francia, para reinar en
España con la ayuda del papado, que estaba en todas las salsas. “Un rey -según Mari Pau Domínguez-adicto al sexo,
amante del toreo, siempre pensando en abdicar, que sentía fobia a los rayos
solares, tenía pasión por los relojes, que sentía rechazo hacia la ropa blanca y
que no se fiaba de los médicos”. (Mari Pau Domínguez. “La corona maldita”. Ed. Grijalbo. 2016). Un rey aquel que, como
dice Burgos en referencia al actual rey, también hizo en su día lo que le salía
de la Corona, algo habitual (repásese la Historia) en toda la Dinastía.
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