En
su última novela, “Un andar solitario
entre la gente”, Antonio Muñoz Molina dice algo para
hacer reflexionar a todos aquellos a los que nos gusta escribir. Al señalar ese
autor que el espacio debe ser ocupado, cuenta: “También yo tengo el instinto de
llenar cada página de cada cuaderno. Una hoja en blanco es tan tentadora como
un gran muro recién encalado para un grafitero, como una zona lisa de piel para
un tatuador. Una vez empezado, un cuaderno ha de ser escrito hasta la última
página. Dejarlo a mitad es un fracaso, un languidecer de la voluntad, o peor
aún, una pérdida del impulso inventivo”. Estoy de acuerdo con Muñoz Molina.
Cada escrito debería ser como un trabajo de campo de Gerald Durrell, con remansos y corrientes, con acantilados y dunas.
Al escritor se le permite todo tipo de licencias fantasiosas siempre que el
contenido de su trabajo resulte ameno al lector que la hace la caridad de
leerle. Y el escritor puede explorar la naturaleza o el fondo más profundo de
su ser sin tener que dar al lector más explicaciones que las necesarias en cada
caso. Se puede escribir un documentado libro de viajes sin salir de las cuatro
paredes de un cochambroso habitáculo o inventar hazañas impredecibles al estilo
de Allan Poe en la sala de espera de
una estación de ferrocarril. Y cómo no, se puede construir una gran novela
negra con sólo mirar una y otra vez una casita de muñecas victoriana relegada y
cubierta de tamo en un altillo. El fracaso del creador de relatos comienza a
aparecer cuando sobra papel y faltan ideas, cuando el gusano nemátodo, nadando
por las aguas del suelo es atrapado en el “nudo corredizo” del hongo. Hay
hongos que comen pequeños animales, a los que capturan de la hojarasca y el
humus. Pero esas noticias jamás aparecen en los periódicos de provincias.
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