Las serendipias son casualidades
afortunadas que se encuentran por azar cuando se están buscando cosas
distintas, pero que permite a la Ciencia buscar otras líneas de investigación,
por ejemplo el descubrimiento de la penicilina cuando en 1928 Fleming investigaba la gripe; el
brandy, cuando los mercaderes de vino medievales hervían el vino para extraer
el agua y así ocupase menos sitio en los barcos y que, más tarde, a su llegada
a puerto de destino volvían a añadírsela. Hasta que en cierta ocasión no se
volvió a “bautizar” aquel jarabe y el resultado en su cata fue extraordinario.
Pero hay más serendipias: el caucho vulcanizado, ciertos edulcorantes, el horno
microondas, los rayos X, etcétera. A mi entender, una de las serendipias mejor
logradas fue la destilación de orujos de
vino en alambique. Aquella primitiva “agua
de vida” descubierta en Valencia pasó rápidamente de convento en convento hasta llegar a los que configuraban el Camino de Santiago y de ahí recorrió los
diferentes reinos cristianos. Pero hasta finales del siglo XVIII, cuando el
científico alemán Fahrenheit inventó
termómetro, no se podía cuantificar la temperatura, por lo que hasta el
siglo XIX, las destilaciones se hacían de forma empírica y una mala práctica,
podía matar o dejar ciega a toda una población, como sucedió en España hace
apenas cuarenta años, en que unas partidas de orujos procedentes de
augardenteiros tradicionales, de esos que van por las aldeas destilando a
contrata, dejó un siniestro reguero de muertos, ciegos y tullidos por medio
país. Son famosos los orujos gallegos y los aguardientes de Cazalla de la
Sierra, provincia de Sevilla. Hoy está prohibido por Sanidad comercializar los
aguardientes caseros por el peligro que encierran. José Ángel Fontecha descubre estos
días a viajeros y turistas la importancia que supuso la comercialización
de aguardiente para esa localidad de Sierra Morena. La empresa Turnature será la responsable de la gestión durante los
próximos 30 años de un espacio lúdico que ya han denominado “Espacio de Felicidad y Cultura de Cazalla
de la Sierra” y que antes ocupó el convento de San Francisco. Constará con
cinco parterres, cada uno de ellos relacionado con los continentes, donde
existen las más diversas especies de plantas, entre ellas el escaramujo,
también llamado rosa canina o tapaculo por sus propiedades anti diarreicas; y
está previsto que albergue una colección
de alambiques que en su día sirvieron para
la elaboración del “cazalla” y una sala para dedicarla al Arte
Contemporáneo. A través de “Cazalla de la Sierra. El país del aguardiente”, Salvador Jiménez
Cubero, biólogo jubilado, intentó en 2015 arrojar luz sobre esta importante
página de la historia del municipio. Como contaba Guadalupe Jiménez en las
páginas de ABC hace tres años, “el
libro debe su nombre al periodista decimonónico Carlos del Río, de El Liberal
que titulaba “El país del aguardiente, Cazalla,
Guadalcanal, Constantina”, una crónica
de viajes fechada el 25 de junio de 1895 y fruto de cuatro años de investigación en el que
el autor descendió durante meses a incómodos
archivos”, como señala Antonio
Carmona Granado, historiador, en el
prólogo de ese libro, que no sólo está
centrado en el aguardiente, sino también en la historia del vino y el arrope en
esta localidad. Entre el siglo XVII y el
siglo XXI se localizaron 67 fábricas diferentes en el casco urbano del
municipio y algunas más en haciendas y lagares: anís Kruger, anís Machaquito, anís Cazalla, anís
Torre del Oro, anís Triunfante, Giralda o anís Clavel y
anís Miura.
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