Dejó
escrito Ramón Gómez de la Serna que
cuando tenemos descosida la manga y metemos el brazo entre el forro y la tela
nos extraviamos por el camino de los mancos. Aquellos aventureros se colocaron
sus respectivas escafandras, hicieron el signo de la victoria, cerraron
herméticamente un ventanuco lateral en forma de óvalo y
sonrieron al respetable antes de tomar contacto directo con las turbias aguas
del Ebro. La Banda del Canal
deleitaba a las autoridades presentes con un fragmento de “El rey que rabió”, las campanas del Pilar repicaban con fuerza y
al deán le caían por las mejillas lágrimas de cocodrilo. Aquel batiscafo,
construido en Averly, probado en el
embalse de La Tranquera y homologado por la fontanería Asín y Francia, estaba fabricado para soportar altas presiones.
Disponía de dos motores de Moto Guzzi
Hispania, modelo Picaraza,
periscopio de superficie y timón de a bordo. Antes de su botadura en el embalse
de La Tranquera, en su casco se había estrellado una botella de sidra El Gaitero, al ser ese el único
espumoso disponible en el bar Las
truchas, de Nuévalos. Y ahora, dos meses después, ya se encontraba el
batiscafo inmerso en el fondo del Ebro. En la megafonía salía la voz en off de Rosendo Tello interpretando al más puro espíritu de rapsoda un
soneto con estrambote y siete estruendos
de cohetería a modo de salvas de ordenanza rompían el aire cerca del Puente de
Santiago. Los había lanzado sin matar a nadie Francisco López Fallús, otrora jefe de del Servicio de Foniatría y
Logopedia de la Cruz Roja. Mariano
Espallargas, autor de “Astucia y
furias de Luzbel”, intentaba sin éxito comunicarse con el interior del
batiscafo, bautizado con el nombre de Diamante
Negro y amadrinado por Justa Valduque
Mamolín, más conocida como Inma Lago,
que actuaba en el salón Oasis
enseñando al que no sabía, que siempre era una obra de misericordia. Al
instante algo emergió a la superficie. Era lo más parecido a un tubo acodado
que giraba en todas las direcciones. El Alcalde,
asustado, pidió al Arzobispo, recién
llegado de Murcia, que exorcizase lo que se le antojaba como una hidra de tres
cabezas, nombrada en ocasiones por los
más viejos del Arrabal; y que,
según ellos, habitaba en el fondo del Pozo de San Lázaro. Anochecía. A pie de
obra sólo quedó un retén compuesto por el capitán de fragata, de apellido Ramírez, que asomaba cara de miedo ante
los abrojos de la vida, el ayudente del Justicia
de Aragón, un par de bomberos y varios operarios de Grúas Tony. Las autoridades habían
desaparecido en sus coches oficiales. A media mañana del día siguiente emergió
el batiscafo. Sus ocupantes no habían avistado nada de interés, salvo unos
siluros enormes, una roñosa moto Lube,
adrales y ruedas de carros y restos de chatarra arrastrada por pasadas
crecidas. La curiosidad mató al gato. Es mala cosa, como dijo Ramón, extraviarse por el camino de los
mancos cuando alguien mete el brazo entre el forro y la tela de una manga de
chaqueta descosida. A aquel batiscafo de agua dulce hundido en el Ebro, no sé
si ideado por el doctor Franz de
Copenhague, le pasó lo que a los chalecos. También decía Ramón que esas
prendas sin mangas disponen de cuatro bolsillos para hacer concebir al que lo
porta vanas esperanzas, o sea.
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