lunes, 7 de febrero de 2022

Huevos

 


En su libro  informal “Diccionario para un  macuto”, Rafael García Serrano escribe: “La paradoja española quiere que huevos sea sinónimo de cojones, y en cambio la gallina -el animal cuyos huevos son más apreciados por la tropa- sea sinónimo de cobarde”. Y ‘tener los huevos de dos yemas’  -cuenta Camilo J. Cela en su “Diccionario del Erotismo” (t. III, pág. 736) es “expresión reforzadora de la intención, que señala el valor en grado superlativo”. Hoy, leyendo al catedrático Ramón Reig en El Correo de Andalucía, en su artículo “Tetas, culos y vergas”, al referirse a que la sociedad va por delante de ciertas leyes, normas y costumbres, recuerda el viejo chascarrillo en el que se asegura que “San Leandro fue el santo con más huevos de la Historia porque murió en el siglo VI, concretamente aquí en Sevilla, el 13 de marzo del 596, y aún se le están extrayendo yemas a sus testículos para hacer pasteles precisamente”. En efecto, las yemas de san Leandro, de forma troncocónicas que se venden envueltas a mano en cajitas de madera constituyen todo un símbolo en la repostería conventual sevillana, que esconde un secreto muy bien guardado por las monjas agustinas desde el siglo XVI. De ellas hay referencias de Luis Cernuda en su libro “Ocnos”, donde cuenta: “Y las yemas de huevo hilado, los polvorones de cidra o de batata, obra de anónimas abejas de toca y monjil, aparecían en blanca cajilla desde la misteriosa penumbra conventual, para regalo del paladar profano”; en la novela “La hermana San Sulpicio”, de Armando Palacio Valdés, escrita en 1889; en la novela “El demonio y las yemas de San Leandro”, escrita en 1930 por Ignacio Olagüe; y, también, en el “Primer viaje andaluz” (1959) cuenta Cela: “Por la calle de Caballerizas el vagabundo se pone en el convento de monjas de San Leandro, en el que lo más meritorio, para su gusto, son las yemas, cuyo secreto guardan las hermanitas tan celosamente que nadie lo sabe... El vagabundo se compró, como un señor, una cajita de a docena. Y para no desairar tan blancas manos como las que dieran edad, dulce y breve, a aquellas galanas artes de monjil confitería, el vagabundo —bárbaro hambrón y golosón— se las zampó de un bocado antes de salir del portal. ¡Qué poco dura, a veces, la alegría en la boca del pobre!”. En su “Guía del buen comer español” (1929)  Dionisio Pérez Gutiérrez, que solía utilizar el seudónimo Post-Thebussem en sus escritos gastronómicos, afirmaba que “aunque muchos han pretendido averiguar el secreto de la fabricación de las yemas de San Leandro, nadie ha conseguido elaborarlas tan perfectamente como en el convento. Entiende-así lo escribe-  que “esas monjas poseen un dispositivo dotado de cinco orificios por el que caen delgadísimos chorritos de yema sobre un pequeño estanque de almíbar en ebullición, transformándose de esta forma las yemas batidas en pequeños hilos que adquieren la consistencia y el sabor ideal para la elaboración del dulce”.

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