jueves, 17 de febrero de 2022

Don Julio, pianista

 


El empedrado de la calle del Temple había adquirido el charol de la anochecida. En La Pianola, don Julio se negaba a interpretar un fragmento de “La Marchenera solicitado por una chica con ojos de haber visto el mar. Don Julio, que acompañó muchos años a las Hermanas Castillo en El Plata,   estaba ahora como gallo en corral ajeno entre grupos de jóvenes que le desplazaban de su taburete. La ventana de pianola estaba abierta y dejaba ver un tubo de metal horizontal perforado. Se le antojó que era lo más parecido, sin palmera y playa tropical, al proscenio por donde antes saliera  Pititi Mondragón explicando lo de “La pulga” con desparpajo y oficio. Eso pensaba él, mientras liaba un cigarro de ideales que ya sería eterno  para el resto de la velada. Un lechuguino se  acercó con  intención de solicitarle “El polichinela”. Don Julio dio varias chupadas a su  ideales y luego lo dejó posado sobre un platillo. Unos muchachos coreaban: “Cata, catapún, catapún, candela, ¡arsa p’arriba, Polichinela...!”.  Don Julio  sabía la partitura de memoria y seguía con la vista fija en la ventana huérfana de rollo. Tal vez  imaginara  encontrar a tamaño reducido a  Preciosilla cantando “La chica del 17”. Un poco después apareció por el local un mocerío procedente del medio rural, con gorra de visera verde y rótulo de John Deere, llegado desde Calatorao para visitar la Feria del Campo. Se abrieron paso hasta la barra a empellones. En la Plaza del Justicia varios gamberros volcaban unos cubos de basura y en la fuente de La samaritana sobrenadaban, como venidas de otros piélagos, unas botellas vanas de mensajes. La luna llena con cara de “carta de ajuste” examinaba silente el espectáculo callejero como una alcahueta agazapada detrás de la celosía. A don Julio le demandaban ahora el “Ven y ven”. Don Julio proporcionó dos pipadas a su ideales y lo posó sobre la escudilla para  que se fuese consumiendo. Las gurruminas solicitantes, muy contentas, corearon “Ven y ven y ven; vente chiquillo conmigo...” Concluido el fragmento, al pianista le entró secaño. Se levantó del escabel, cuya base era lo más parejo a un tabal de sardinas en salazón, y solicitó de Ángela una botellita de agua mineral, consciente de que en el agua anidaba toda la melancolía. La noche morada se iba disipando y don Julio, que presentía el relente y ese raro ventolín de paso silente y abanto que arquea las raspas de los difuntos, se protegió con  su macferlán y salió mareado a la calle camino de casa. Hostigaba la bulla de quienes no pretendían nunca marcharse a dormir. Cada uno tenía su particular skate-board en el laberinto de callejuelas medianeras aderezadas con husma de orines y catinga. En la trocha,  cerca de la Puerta del Carmen, le solicitó la hora un hatajador zanguayo, gago y de dilatada andorga. Pensó que Zaragoza había ahorcado los sensibles hábitos, pero no le dio excesiva importancia. Era nacido en Gallur y de natural agradecido.

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