miércoles, 9 de febrero de 2022

Tiemble después de haber reído

 


Tiene razón Gabriel Ramírez, cuando comenta en El Correo de Andalucía que “muchos de los políticos que representan a los españoles en el Congreso de los Diputados, en el Senado, en ayuntamientos o diputaciones, no han trabajado en la empresa privada ni un solo día, y eso quiere decir que no han trabajado en su vida. Y eso supone que, muy probablemente, hayan sido elegido para integrarse en una lista electoral porque son más amigos que otros del candidato, que han sabido moverse en los despachos o cualquier otra actividad que poco tiene que ver con el currículum (hemos sabido que eran falsos o estaban inflados como globos aerostáticos en casos más que notables), que no tiene que ver con la inteligencia o con las capacidades intelectuales (luego pulsan mal los botones varias veces durante un solo día y pasa lo que pasa), que no tiene que ver con el esfuerzo”. Tal es el caso de Albert Rivera, que ha dejado el despacho Martínez-Echevarría dos años después de su fichaje por no dar ni golpe, o sea, por su bajo rendimiento. Y le ha acompañado en su marcha José Manuel Villegas, otro naranjito que tal baila. El día que perdió 47 escaños, Rivera se marchó de la política y buscó nuevas aventuras aunque ninguna de ellas al estilo Lope de Aguirre en su epopeya equinoccial, según el relato de Ramón J. Serder. Se apoltronó en un despacho de abogados, no para pleitear, que es lo que se suele llevar a cabo en esos bufetes, sino para ver por la ventana el color de las mañanas. Ya vemos el resultado. Es preocupante que algunos políticos, que entraron en listas cerradas por el trágala de los partidos políticos en los que militaban, y sobre los que no sabíamos nada de su trayectoria vital, se equivocan de color al votar en las Cortes y hasta pulsando botón de ascensor cuando llegan a su casa. Piensan: “Voy al cuarto”, y pulsan el séptimo. Salen del ascensor y se dan cuenta de su error cuando meten la llave en la cerradura y no consiguen abrir la puerta. Entonces regresan al ascensor y pulsan el botón del quinto. Y así todo. Dudo si son daltónicos, vagos o borderlines. Precisemos: si sufren una modificación en los genes encargados de producir los pigmentos de los conos y tienen dificultad para distinguir el rojo del verde, deberían conocer, al menos, que el botón verde está a la izquierda, el rojo, en medio y el amarillo a la derecha, como sucede en el coche con el embrague, el freno y el acelerador, por si así se entiende mejor. Si son vagos, o sea, si tienen poca disposición para hacer algo que requiere esfuerzo, la cosa cambia. No basta con fumigar para que desaparezcan. Los vagos suelen entrar en un enfermizo letargo en los escaños de la bancada  y tener exiguas apetencias. Si son borderlines, entonces hay que tener cuidado con ellos. Nunca sabes por dónde te van a salir. Se equivocan con los botones del Congreso a la hora de las votaciones, rompiendo la disciplina de su partido y, sin saber muy bien la causa, suelen pillarse la minga con los dientes de la cremallera de la bragueta por falta de reflejos. El que fuera alcalde de Trujillo y senador del Reino, Alberto Casero, se equivocó tres veces el mismo día y en tres votaciones distintas. Pero como la presidenta de la Cámara diese por válido su voto telemático y ese error sacase adelante algunos aspectos de la reforma laboral, el presidente de su partido, Pablo Casado, señaló a Meritxell Batet como posible prevaricadora y señaló a los medios que llevará el caso del despistado diputado Casero hasta el Tribunal Constitucional. Como decía Rafael Castellano en La Codorniz: “Tiemble después de haber reído”.

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