martes, 22 de febrero de 2022

Gorrones y gorrillas

 


En el teatro de la vida, cumplir un siglo es una cuestión de tiempo. Todo lo existente termina por ser centenario e incluso milenario. No tiene ningún mérito. Lo que sí tiene mérito es poder llegar a cumplir cien años vivo después de haber pasado casi tres años guerra civil, tener familia numerosa y  haber necesitado servirse del estraperlo, a la fuerza ahorcan, y de la cartilla de racionamiento. Tampoco me gusta despotricar sobre los nuevos ricos. Recuerdo aquello que decía Julio Camba: “Si mañana por azar me tocase la lotería también pertenecería a ese club, el de los nuevos ricos”. Lo que sí tiene mérito, cuando no existía ni agua corriente en las casas, es haber podido subsistir a fuer de sacrificios, con gallinas en un pequeño corral, un pedazo de huerto para plantar patatas y el desahogo de la matacía, de la que se aprovechaba todo. Se puede vivir con muy poco, todo es cuestión de ser más prudentes con  nuestros gastos corrientes. En lo que a mí respecta, no me sonrojo si afirmo que sigo poniéndome en la muñeca el mismo reloj que llevaba cuando era joven, es decir, cuando todavía la Unión Europea no trastocaba la hora en beneficio de no sabemos qué; también hace ya muchos años que me quité de encima el último utilitario; que sigo escuchando música clásica de RNE en un  transistor; que conservo como un tesoro mis libros: unos comprados, otros heredados y muchos de ellos adquiridos en librerías de lance; que me sigo afeitando con cuchilla, jabón y brocha; que siempre desayuno un frugal café con leche; que ni sé el tiempo que hace desde que dejé de frecuentar las barras de los bares; que apenas sé manejar un teléfono móvil que me regalaron; que sigo liando los cigarrillos con tabaco negro, y que sólo acudo a las tiendas de ropa cuando se estropean los cuellos y los puños de las camisas de tanto usarlas. También he dejado de asistir a soporíferas conferencias; no asisto a inauguraciones de salas con exposiciones pictóricas;  hace mucho tiempo que no acudo a un cine o teatro; y procuro evitar celebrar mi cumpleaños. Como decía al principio, cumplir años no tiene ningún mérito. Uno viene al mundo cuando le toca y en un lugar nunca elegido. De lo que sí puedo presumir es de haber pagado siempre de mi bolsillo el billete de ferrocarril, cosa rara en un país donde la mitad de los viajeros no lo pagaban por las más diversas razones. Lo descubría cuando aparecía el revisor y pedía los billetes. Todos sacaban un montón de papeles para justificar el viaje gratis, o de un modo más económico. Algo parecido a lo que sucede en los teatros y auditorios de propiedad municipal. Aquellos que ocupan las butacas próximas a la mía, o los mejores palcos,doy por hecho que han entrado de gorra. Son esos tipos que se creen con derecho a todo, a los que se les detecta de inmediato por su mala educación. Recuerdo la Expo de Zaragoza, cuando afloraban los parientes y amigotes de funcionarios y de políticos por el recinto de forma vergonzosa. ¡Ríase usted de los viajeros “de gorra” en los trenes!  Los gorrores también aparecen donde hay canapés después de un acto. Se cuelan como los piojos en las costuras. En este país, cuando a alguien le pones una gorra en la cabeza, al momento comienza a dar órdenes. ¿Acaso no se han fijado alguna vez cómo da órdenes un “gorrilla” de aparcamiento? Están por plazas y calles a iniciativa propia, te ordenan dónde tienes que aparcar y te insultan si les dejas poca propina. Entre ellos se controlan las zonas. No les importa que la Policía Local les ponga multas. Son insolventes y nunca las pagan. Dejo claro que indicar a alguien dónde queda un sitio libre no constituye una infracción, pero sí lo es cuando el sujeto agrede, insulta o  causa daños al vehículo de aquel conductor que se niega a dar propina por un “servicio” que no ha sido demandado.

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