miércoles, 6 de diciembre de 2023

El "milagro" de Rosendo

 


Hasta hace poco, cada mes de diciembre recibía en el buzón de casa una carta con una felicitación de Navidad enviada por la empresa fundada por Ramón Areces a su regreso de La Habana. Dejó “El Encanto”, donde trabajaba desde los años 20, regresó a España en 1935, pidió un préstamo a su tío César Rodríguez y se hizo con una pequeña sastrería fundada en 1890 que entonces se traspasaba en la madrileña calle de Preciados. Ayer recibía una carta de la financiera de esos grandes almacenes que fundó, donde me ofrecían unos préstamos a un interés que no recuerdo. La carta la tiré a la papelera, como suelo hacer siempre con la propaganda odiosa. El caso es que la felicitación que llegaba con puntualidad todos los años por estas fechas de esos almacenes he dejado de recibirla. Algo que parece normal. Ya casi nadie envía crismas de felicitaciones cuando está a punto de acabarse el año. La palabra crisma no me gusta por tratarse una chusca adaptación a la voz inglesa christma. Pero eso es lo de menos. El crisma en  la Iglesia católica hace referencia a un ungüento pringoso de aceite utilizado en la administración de la unción. También existe la expresión “partirse la crisma”, equivalente a romperse la cabeza. Procede del latín ‘chrisma’, y ésta del griego khrisma, que deriva de ‘khriein’ (ungir). En fin, lo normal es que uno se rompa la crisma (dicho en femenino) cuando se cae de la moto sin casco protector, cuando le dan un palo en la cabeza para quitarte la cartera, o cuando en la acera pisa un una cáscara de plátano (como aquellas de las viñetas de los tebeos de nuestra infancia) o una mancha de aceite en un paso de cebra. Un conocido mío se partió la crisma bajando la cuesta de la barbilla en la N-II, entre Ateca y Terrer, con una bicicleta cuando se quedó sin zapatas de freno. Acudieron a su rescate de la cuneta unos mozos con una camilla de mano y el párroco, éste revestido con roquete y provisto de hisopo para darle más énfasis al descalabro. Lo llevaron hasta el depósito de cadáveres del cementerio con una venda sobre el colodrillo y cubierto con una sábana. Pero cuando el cura le estaba leyendo el gorigori que dice “Requiem æternam dona eis, Domine, et lux perpetua luceat eis”, Rosendo Canito, que así se llamaba el tipo que se había partido la crisma, dio un brinco, echó pie a tierra al tiempo que se producía un chasquido por la electricidad estática, comenzó a hablar en un idioma para ellos desconocido y pidió, eso sí, en español, una copa de “Machaquito”. Tanto el cura como los mozos presentes, muy embobados, dieron por hecho de que se trataba de un milagro. A Ramón se le olvidó la tabla de multiplicar en su talegazo con el asfalto grasiento e infernal. “Es un daño colateral”, dijo el cura. Desde entonces, los vecinos le miran con mucho rendibú.

 

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