viernes, 8 de diciembre de 2023

Como una foto al minuto

 


Leer a Azorín me produce sosiego. No conozco a nadie que escriba tanto para decir tan poco.  No se centra en el meollo que da pie a su trabajo sino en lo periférico, en lo que a nadie importa. Acabo de leer una recopilación de artículos escritos en 1904 que componen el libro de bolsillo “Política y Literatura” (Alianza Editorial, Club Internacional del Libro, Madrid, 1984) con prólogo del que fuera alumno más destacado de Ortega, Paulino Garagorri. Un libro, digo, que según señala Garagorri no tuvo demasiada fortuna editorial.  “Conviene recordar -así lo recordaba Garagorri en una notas finales del libro- que incluso ‘Castilla ‘ -libro prodigioso- se ha vendido siempre difícilmente como todos los de Azorín. Yo he hallado varias veces en los puestos de la costanilla de Claudio Moyano ejemplares intonsos de la primera edición de 1912. Intonsos y, en algún caso, con dedicatoria autógrafa; como el que adquirí y conservo  dedicado a quien no diré”. Pues bien, tras la magnífica introducción del ilustre guipuzcoano, los artículos quedan repartidos en tres apartados: Política, Literatura y Naturaleza. De entre ellos haré referencia a “En el convento” , donde Azorín llega a media tarde, cena y duerme, desayuna y come al día siguiente, y luego se marcha en la atardecida. En su relato le da más importancia a la envoltura que al caramelo, al paisaje circundante que al recinto conventual que le acoge, al llano inmenso de los bancales amarillentos que a la comida servida en el refectorio, a los seculares cipreses negros sobre un cielo fosco que a describir al lector los silencios elocuentes observados en el interior del cenobio. Tampoco sabemos a cuál de los “Ensayos” de Montaine recopilados en diez volúmenes hace referencia al libro, posiblemente preñado de escepticismo moderado y que aquella tarde le acompañaba. Se trata de su breve estancia en el convento de Santa Ana del Monte, a siete kilómetros de Jumilla y en las estribaciones de la sierra del Carché,  donde habitó durante tres años (1580 a 1583) el monje franciscano  Pascual Baylón, natural de Torrehermosa, pueblo situado en la provincia de Zaragoza ya en los límites con Soria y Guadalajara, y elevado a los altares y que nació y murió un 17 de mayo, ambas fechas coincidentes en domingo de Pascua del Pentecostés. Todavía quedan (según tengo noticia) en ese convento franciscano una higuera y un madroño plantados por el santo. El camino sigue igual: la fuente de la Jarra, la iglesia con las imágenes de la Abuelica santa Ana, san Antón, santa Margarita, el Cristo atado a la columna de Salcillo, el Cristo de la Reja, y el Cristo de la Sangre, del siglo XII, que llenó de fuego a fray Juan Mancebón, más de cien reliquias que pueden verse desde la reja que da acceso al altar mayor… En su huerto, en un camino empedrado de subida y entre parrales, se encuentran siete ermitas, cinco de ellas edificadas en 1602. En el artículo de Azorín, éste llega “en un crepúsculo largo” con un bastón y un ejemplar de un libro de Montaigne, tira del cordel de la campanilla y le recibe el hermano portero, cuyo nombre no recuerda, en el zaguán. A partir de entonces será acompañado por el padre guardián (cuyo nombre tampoco recuerda) hasta su regreso a Jumilla usando el mismo camino polvoriento. En el refectorio, a la hora de la cena frugal, el prior dispensa de la lectura. La celda es muy pequeña: "un camastro, una silla y una mesa”; y mientras duerme, sobre las cuatro de la mañana, se sobresalta por  el ruido de una carraca anunciando maitines. Tras el desayuno, pasea por el jardín mientras los frailes rezan. A la caída de la tarde se despide del padre guardián y hace el camino a la inversa. Su estancia, en suma, es como una foto al minuto de Ángel Cordero en la trasera de la zaragozana Lonja, a orillas del Ebro, con un niño montado sobre un caballito de cartón que había adquirido años antes en “Industrias Juguieteras Recacha”, en la avenida de san José, para tales menesteres.

 

No hay comentarios: