jueves, 21 de diciembre de 2023

El batiscafo

 

En el punto donde otrora estuviese asentado el Cuartel de San Lázaro se habían congregado las primeras autoridades autonómicas y municipales, periodistas, invitados y un rabo de curiosos personajes entre nubes de chiquillería, petardos mocos, pitos y flautas. La Policía Local se vio apurada  intentando contener a la masa en tromba, pese a ir perfectamente uniformados con el nuevo y flamante traje de gala y portar contundentes porras y grilletes niquelados a la altura de la rabadilla. Los ciudadanos querían estar cerca del alcalde, del presidente de la Diputación General de Aragón, de la concejala de Cultura y de un delegado del Gobierno con aspecto de señor feudal.

                Los guardias impedían que los ciudadanos pudieran acercarse hasta las herrumbrosas barandillas del Puente de Piedra,  por temor de que cediera ante la presión y pudiese precipitase buena parte de la ciudadanía expectante al Ebro, que portaba unas aguas de color aborrachado por los reflejos de un ocaso  que cambiaba de color a cada instante, ora cardenillo, ora agarbanzado, ora cetrino, que para gustos se hicieron los colores. Aquellas corrientes devoraban mucho, como el fuego, la puta de las ladillas y el vinagre, del que se cuenta que consume los glóbulos rojos y hasta puede llegar a ser capaz de dejar al más pintado tan seco como el tasajo.

             De unos megáfonos afloraba la voz aguda de un sansirolé evocando las probidades homéricas de hispánicos conspicuos en una ensalada ilustrada de glorias donde se rebañaba todo: don Pelayo, Hernán Cortés, Palafox, Millán Astray, Zarra, Perico Fernández…  Hubo un dilatado mutismo sólo tronchado por una cantinela de El Fari, la jota de Magallón y el “Macarena”, con el único fin de abrochar la bragueta de aquel  momento histórico e irrepetible.

            Un hidroplano sobrevoló rasante la chopera de la arboleda de Macanaz divulgando un epítome de José Ramón Marcuello.  El locutor Miguel Mena, desde la unidad móvil número 3 de EAJ 101 saludaba con la mano a José Juan Chicón, que se subía el cuello de una gabardina blanca, modelo “albertos”,  mientras entrevistaba de urgencia al jefe de bomberos.

            --La situación está controlada. Se han instalado unas balizas en círculo alrededor de todo el perímetro del pozo de San Lázaro, en un radio de cinco metros. También se dispone de un retén de hombres-rana muy aptos ante cualquier emergencia.  No se han dejado cabos sueltos.

             Un asesor de aspecto grave y cara de saberse el catecismo, sentado en una silla de La Caridad junto al Alcalde, se atildaba el copete enmarañado por el ventarrón.  Se levantó y se acercó hasta el lugar donde se hallaba el director de la Banda del Canal,  invitándole a  interpretar un fragmento de “El año pasado por agua”,  a fin de deleitar a un serio Gómez de las Roces que se desgañitaba exponiendo a monseñor Yanes las consecuencias  del hermafroditismo en los caracoles.

            --Sí, sí...-- asentía el arzobispo sin hacerle mucho caso, mirando de soslayo a Jesús María Alemany  por  el lindero de sus lentes bifocales.

            --Vamos, que no son ni chicha ni limoná.-- arbitró don Hipólito con contundencia, mientras que un mocoso se aliviaba la ampolla de los orines cerca de los curtidos zapatos de Emilio Gastón.

            --¡Niño, que me empapas!

Hizo el paseíllo con aliño y apuntando maneras un coche-patrulla del “092”, cortejado por una ringlera de señales acústicas y reflectantes. Llegando al lugar convenido, se apeó el sargento Guadalajara. Tras cuadrarse ante el superintendente, le dio novedades. Un poco más tarde hicieron su aparición los motoristas Porroche y Pilarcita, que daban  escolta a un furgón ambarino que anunciaba patatas fritas El Gallo Rojo, desde cuyo interior se repartían unas gorras de visera de cartulina que daban dentera. También de lo más profundo de aquel inaudito carretón afloraron dos zurupetos, mujer y hombre, ataviados con  indumentarias de un color gris muy brillante, como de alpaca, de pies a cabeza, dotados de dos anagramas sobre el pecho, uno de ellos anunciando Braslip Oceán, y otro, de menor tamaño y sobre el antebrazo izquierdo en forma de mejillón-cebra, que aireaba las Conservas Albo, Vigo, España.  Aquella pareja transportaba en la mano sendas  escafandras, mezcla de las que habitualmente portan los astronautas de la NASA y las que se calzan hasta el colodrillo los motoristas de Telepizza. Caminaron con parsimonia, sin estresarse demasiado, hasta quedar situados frente a las fuerzas vivas. Sincronizados, levantaron el brazo derecho e hicieron con dos dedos el signo de la victoria. Fueron muy vitoreados a los gritos de “¡Toreros, toreros!” y  de ¡“Viva la inteligencia”!

 José Luis Cano dibujaba  in situ el momento histórico. Postigo maduraba la viñeta de El Periódico de Aragón para el día siguiente, donde se veía un suelo saturado de mejillones-cebra, y uno de los moluscos se abría de valvas, enseñaba los nácares y canturreaba: “Pulida mejillonera...” También, un oficial de Marina que había llegado expresamente desde Cartagena se presentó a las autoridades como el capitán de fragata Blas Ramírez de la Piscina y Gutúa de Amézaga, y dijo ser natural de Mansilla de las Mulas, en la provincia de León.

--¡Ay, León de mis recuerdos...! Allí tuve una novia. ¡Qué rica la cecina del Barrio Húmedo!—le espetó el delegado del Gobierno a Blas Ramírez de la Piscina, poniendo los ojos en blanco como si estuviese a la espera de ser asumpto al quinto cielo.

Se arrancó la Banda del Canal con “Paquito Chocolatero”.  Emilio Gastón manifestó a los presentes que él había sido el primer Justicia de Aragón desde Antonio Gabín, que lo dejó de desempeñar en 1707.  Haciendo hilo, tomó la palabra  Fernando García Vicente, sucesor de Juan Monserrat. Se aferró en dejar claro que, en el orden de protocolo, el Justicia de Aragón estaba por encima del delegado del Gobierno, del arzobispo, del capitán general, del presidente de la Confederación Hidrográfica del Ebro, del exótico advenedizo capitán de fragata Ramírez de no sé qué, de los concejales, del rabo de asesores, que ya eran legión, y hasta del mismo Alcalde. Muy enfadado, se levantó del asiento asignado junto al de una edil de apellido Dueso y se marchó de allí con cajas destempladas, hasta toparse de frente con un reportero que se dedicaba a emborronar de tinta la página de sucesos del Diario de Teruel, al que le largó la misma perorata colmado de indignación. El reportero se limitó a encogerse de hombros y a pillar de sobaquillo una gorra visera.

            --Es para un sobrino de Orihuela del Tremedal, no crea...

            José Ángel Biel comentaba a Guillermo Fatás que en política hay que saber aprovechar el Acuerdo de Schengen sobre libre circulación de personas.

            --Mira, Guillermo, aquí, de lo que tenemos, no nos falta de nada. A veranos secos, otoños templados. El político que perdura no es el que trepa, sino el que flota. Hay que saber un poco de todo sin ser especialista en nada, tener un buen carácter, saber olvidar la putada de Gomáriz en el 93 y tener una perspectiva general de todo el campo de juego. Yo, aquí dónde me ves, pienso presentarme en los próximos comicios para la Alcaldía de Zaragoza, de Huesca y de Teruel, para presidente del Gobierno de Aragón, para presidente de la Opel y para director del Heraldo.

            --¡Hombre, José Ángel...! ¿Y qué va a ser de mi futuro?

            --No te preocupes. ¿Has visto el milagro de La Muela? Ya te avisaré cuando barrunte recalificaciones de terrenos hasta más allá de Bubierca. Tú compra secarrales y espera. Lo del periódico es pan para hoy...

                El advenedizo oficial de Marina, repeinado, pisaverde y más galán que Mingo,   ya se había alzado con el santo y con la peana. Dio las órdenes oportunas a los trabajadores de Grúas El Portillo, que mantenían el batiscafo en tierra firme sujeto por unas eslingas a la pluma de un camión.

            --Este asunto es de mi absoluta competencia, por delegación expresa del presidente de la Confederación Hidrográfica del Ebro--, vociferó Blas Ramírez de la Piscina Gutúa de Amézaga y de los Grandes Expresos Europeos, que se crecía cinco centímetros sobre sus acharolados zapatos de chúpame la punta como un caporal.  Arengó a los buceadores, a los que insufló valor y a los que comparó con el capitán Nemo, con Vasco Núñez de Balboa y con el doctor Franz de Copenhague, que  murió de blenorragia, o picado por un alacrán, que hay diversa versiones, todas ellas estrafalarias.

            Los dos aventureros de las profundidades pidieron permiso al capitán de fragata y a Fernando García Vicente, que había regresado a su silla tras consensuar la constitución de un mando bicefálico, para abordar el batiscafo. Sin embargo, antes de que éstos se colocaran la escafandra, el capitán de fragata, con la venia del Justicia, les dio unas últimas órdenes:

            --Ya saben, señores, que su misión dentro del batiscafo no es otra que la de informar por radio de todo lo que vieren, tanto dentro del pozo como en sus ramificaciones periféricas. Será  necesario que anoten cada detalle de lo que pudieran descubrir en un cuaderno de bitácora que ahora procederé a hacerles entrega.  Nada más. Permiso concedido para el abordaje y la posterior inmersión. Ramírez de la Piscina les adjudicó una simple libreta con papel cuadriculado. En las tapas podía leerse Laxen Busto, junto a la expresión risueña de una doncella feliz que acababa de exonerar el vientre.

            Los aventureros se colocaron sus respectivas escafandras, volvieron a hacer el signo de la victoria, cerraron por dentro herméticamente un ventanuco lateral en forma de óvalo y sonrieron al respetable antes de tomar contacto directo con las aguas del Ebro. El personal contratado se puso manos a la obra dando un brusco giro a la grúa y situando el batiscafo en superficie. La Banda del Canal deleitaba a las autoridades con un fragmento de “Agua, azucarillos y aguardiente”, las campanas del Pilar repicaban con fuerza, se dejaba sentir el canto de “Bendita y alabada sea la hora...” y al deán le caían por las mejillas unas lágrimas de cocodrilo.

            El batíscafo, construido en Averly, probado en el embalse de La Tranquera meses antes y homologado por la fontanería Asín y Francia, estaba pensado para soportar las más altas presiones. Disponía de dos motores de Moto Guzzi Hispania, modelo Picaraza, periscopio de superficie y timón de a bordo. Sobre su casco se había estrellado  el día de su botadura una botella de sidra “El gaitero”, al ser el único espumoso disponible en el  bar Las truchas, de Nuévalos.

            Al cabo de unos minutos ya se encontraba el batiscafo inmerso en el fondo del Ebro en medio de un silencio sepulcral. Volvió a funcionar la megafonía en tierra, esta vez con la voz en off de Rosendo Tello, interpretando al más puro espíritu rapsoda un soneto con estrambote de no sé quién, y  siete estruendos de cohetería a modo de salvas de ordenanza rompíeron el aire cerca del Puente de Santiago. Los había lanzado sin matar a nadie Francisco López Fayús, en otro tiempo jefe del Servicio de Foniatría y Logopedia de la Cruz Roja. Mariano Espallargas, autor de “Astucia y furias de Luzbel”, intentaba sin éxito comunicarse con el interior del batiscafo, que había sido bautizado con el nombre de Diamante Negro, siendo la madrina Justa Valduque Mamolín, más conocida como Inma Lago, que actuaba en el Oasis enseñando al que no sabía, que siempre era  una magnífica obra de misericordia.

Espallargas intentaba una y otra vez contactar con los ocupantes del batiscafo. No recibía respuesta y la preocupación general se hizo creciente.

             --Aquí emisora central. ¿Me escucha Diamante Negro? Corto.

            Al instante algo emergió en superficie y a todos los presentes se les puso el corazón en un puño. Era lo más parecido a un tubo acodado que giraba en todas las direcciones. El alcalde, asustado, pidió al arzobispo titular recién llegado de Murcia que exorcizase las aguas del Ebro, ante la presencia de lo que parecía la cola de una hidra de tres cabezas, nombrada en ocasiones por los más viejos del Arrabal, y que, siempre según éstos, habitaba en el fondo del pozo de San Lázaro.  Era una leyenda urbana. Nadie la había visto.

            --Emerge por culpa del batiscafo--, corroboró una mujer con arrugas en el rostro como de suela de zapato de goma. --Nota la presencia de un cuerpo extraño--, le dijo al monseñor recién llegado, que todavía desconocía nuestras costumbres, tirándole suavemente de la manga de la sotana.

            --Pero mujer, cálmese, el batiscafo no tiene garras.

            Un gran nubarrón asomaba por el Moncayo. Antes de que comenzase a llover y a granizar a un mismo tiempo, Rogelio Allepuz  aún tuvo tiempo de plasmar unas instantáneas para la prensa. La radio de Diamante Negro permanecía silenciosa.  El jefe de bomberos ordenó que dos hombres-rana a bordo de una zódiac se lanzaran al agua y rastrearan la zona, con resultado negativo. El pozo de San Lázaro era muy profundo y sus aguas turbulentas. Se hizo de noche, seguía lloviendo, el personal se fue a sus casas y las autoridades desaparecieron en negros coches oficiales. A pie de obra sólo quedaron el capitán de fragata, que asomaba cara de miedo ante los abrojos de la vida, el Justicia de Aragón, un pelotón de bomberos y los empleados de las grúas. No paró de llover en toda la noche y solo las ambulancias circulaban moviendo las tabas camino de los hospitales.

            Según supimos los zaragozanos al día siguiente por los medios de comunicación, al regreso del viaje por el fondo del Ebro los aventureros ratificaron que existían varios ramales. Habían tomado uno de ellos al azar,  el que iba justo debajo de la calle de Sobrarbe. Allí observaron una luz lejana a la altura de El Picarral o, quizás, más lejos todavía, siempre en dirección Huesca. Descubrieron algo asombroso. Al final de aquel oscuro túnel existía otra ciudad semejante a la nuestra a escala tan reducida que cabía en el tapete de una mesa de billar. Estaba habitada por los mismos vecinos y las mismas fuerzas vivas. Una metrópoli insignificante donde  se sufrían las sequías, había cierzo, y el ciudadano medio estaba amarrado a los grilletes de las hipotecas bancarias. También se habían olvidado de caminar y necesitaban la ortopédica ayuda del utilitario. Entonces comprendí que hay otros mundos dentro de este mundo, que las cavernas prehistóricas se han trocado en grandes superficies, en multicines y en iglesias, donde nos refugiamos en un vano intento de evasión de ese fiscal que es nuestro subconsciente enemigo, aunque sea por unas horas, con tal de no fenecer  en la folla del mileurismo, que es como una enfermedad venérea para la que no sirven ni la penicilina ni los excelentes datos del PIB.  Entonces, sólo entonces, hice mío algo que escribió Concha Alós: "Somos enanos en un mundo de gigantes y los gigantes se esconden para reírse".  

 

 

 

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