sábado, 15 de abril de 2023

Los fastos y la eficacia

 


Antonio Burgos se sorprende  en el diario ABC de lo que se ha gastado esta Semana Santa en Sevilla. Dice que se ha aplicado una máxima de los hidalgos, que se ponían migas de pan sobre la barba para hacer ver que habían comido: “Haz lo que debas aunque debas lo que hagas”. Va a ser cierto que la Pascua Florida no es más que el soporte de un desmadre donde el fervorin patológico  de las procesiones se mezcla con el deseo de echar la casa por la ventana y gritar el ¡sálvese quien pueda!  En ese sentido, señala Burgos: “Y no hartos de gastar, ya estamos hablando de la Feria, de la cuota de la caseta, del traje de flamenca que tiene que estrenar la niña, de los mariscos que hay que encargar para la "cena del pescaíto…”. ¿De dónde sale el dinero, si dicen que no hay? Es un milagro sevillano que se gaste con tanta alegría lo que dicen que no existe. O quizá sea el esplendor del dinero negro”. Porque ahora, cuando todavía huelen a incienso  las calles y la cera de los cirios está pegada al suelo como lapas sobre rocas le llega el turno a la Feria de Abril, llena de colorido flamenco, manzanilla de Sanlúcar , bulerías y corridas de toros. Una tradición que se remonta a tiempos de Isabel II, a iniciativa de dos concejales: José María Ybarra, vasco, y Narciso Bonaplata, catalán, como “feria agrícola y ganadera”, aprobada por el Ayuntamiento que entonces gobernaba Alejandro Aguado, conde de Montelirios, el 18 de septiembre de 1846 y puesta en marcha por primera vez el 18 de abril del año siguiente en el Prado de san Sebastián, con un recinto ferial compuesto de 19 casetas engalanadas con farolillos y un grandioso número de público que deambulaban por el “paseo de caballos” ; y que, desde 1850, llenaban quioscos ambulantes de despacho de bebidas y “calentitos” (churros) con chocolate a la taza. En 1906 se puso el primer alumbrado eléctrico y en 1973 la Feria se trasladó al Tardón, en el barrio de Los Remedios. Aneja queda “la calle del Infierno”, donde se instalan los carruseles, las norias y las atracciones. Pero ahí no queda la cosa. El segundo día de Pentecostés arranca la romería del Rocío camino de Almonte, cuya tradición se remonta a principios del siglo XV, cuando un  cazador encontró una talla de la Virgen del Rocío en el tronco de un árbol y la llevó hasta la iglesia de ese municipio de Huelva, pero en el camino se quedó dormido. Cuando despertó, la talla se encontraba en La Rocina. Y allí construyeron una ermita. En 1649, una epidemia amenazaba la aldea. Los almonteños trasladaron a la imagen hasta la entrada de esa aldea y cuenta la tradición que funcionó como eficaz espantaplagas. Llegado el momento, los romeros legados desde distintas partes de Andalucía se disputan a empujones el salto de la verja del presbiterio en un intento de ser porteadores de la talla. Eso es un no parar de gritos histéricos, ayes de niños, pitos y flautas. La romería del Rocío es un fenómeno de masas que produce adhesiones y críticas. El fanatismo electriza a los presentes y el fervor religioso se transforma en un espectáculo bochornoso donde se combina la fe de algunos con la algarabía de muchos y el postureo de ciertos personajillos de chicha y nabo con faralaes y abanico, o chaquetillas cortas, zahones y sombreros de ala ancha, cuyo único deseo es que sus fotos aparezca en el papel cuché. En el Sur priman los fastos sobre la eficacia, y el culto de dulía se impone por mayoría absoluta al culto de latría; o sea, la preferencia de la Madre sobre el Padre. Es la principal diferencia, además del uso de las persianas y visillos, entre cálidos católicos que, en su mayoría, viven de subvenciones y ayudas asistenciales y los fríos calvinistas europeos. Para conocer qué es preferible, habría que hacer un riguroso balance de situación.

No hay comentarios: