viernes, 28 de abril de 2023

La muerte del quijotismo

 

Está en lo cierto Isaac Rosa cuando afirma queel interminable goteo de revelaciones sobre Juan Carlos I parece una voladura controlada para dejarlo caer sin que arrastre en su derrumbe todo el edificio monárquico”. Y mantiene lo que todos sabemos: que “el rey honorario se ha convertido en un pimpampum que nadie sostiene y del que se puede contar todo, o casi todo”. Lo que sucede es que a los españoles ya nos empieza a aburrir ese serial por entregas que lleva camino de convertirse en  algo tan aburrido como “Amar es para siempre”. Si se contase a los ciudadanos todo lo que se sabe sobre ese mediocre personaje de una vez terminaríamos con un culebrón que siempre deja fuera a Felipe VI, “que puede pasar a la historia como el nuevo ‘rey pasmado’: no se enteraba de nada de lo que hacía su padre”. En la obra de Torrente Ballester, cargada de escenas ingeniosas, se toma como pretexto la figura de Felipe IV, donde el entonces monarca se queda estupefacto contemplando el cuerpo desnudo de Marfisa, la prostituta más bella de Madrid, lo que le lleva a desear ver desnuda a su consorte. A pesar de la oposición y el escándalo de la Iglesia, el soberano no parará hasta ver cumplidos sus deseos. Aprovecho para contar algo interesante: por los altos impuestos establecidos en Aragón por el conde-duque de Olivares, la nobleza intentó proclamar rey de Aragón al duque de Híjar (consorte), en un vano deseo de desvincularse de Castilla. Rodrigo de Silva Mendoza y Sarmiento, aprovechó las aguas revueltas del intento secesionista de Cataluña, de la independencia de Portugal y de que Aragón estaba muy despoblado y empobrecido tras la expulsión de los moriscos. Tanto fue así que en 1640, el duque encabezó una comisión que marchó hasta Madrid para pedir al monarca la quita para Aragón de una deuda contraída cuyo montante ascendía a 150.000 ducados. La España de Felipe IV estuvo  sembrada de calaña. Como bien dejó escrito Gregorio Marañón, en su ensayo “El conde-duque de Olivares”, “entre soldados, frailes, nobles, servidores de los nobles, pordioseros y ociosos de profesión, se ocupaba más de la mitad del censo en España. Los campos no tenían brazos, y los oficios estaban, en buena parte, entregados a la actividad de extranjeros”. ¿Hoy qué sucede?  Entre políticos, asesores, funcionarios, militares, clérigos, camareros, intermediarios y abrazafarolas anda el juego. El goteo de revelaciones pasmosas sobre la trayectoria del anterior jefe del Estado, puesto a dedo por un tirano que decía tenerlo todo “atado y bien atado”, ya no produce consternación ni sorpresa al ciudadano de a pie. Aquí apenas quedan “juancarlistas” y la plebeyez solo aflora en las tribunas de público asistente durante las paradas militares, en las que se aprovecha para insultar a Sánchez  y aplaudir al paso de la Legión y de la cabra. Todo un clásico, como los “western” de John Ford. La muerte del quijotismo está servida.

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