Ayer contaba al lector mi personal elogio de la cocina
económica. Decía que la cocina era como el cuarto de estar de los pobres, el único
sitio de la casa donde había algo de calor. La llegada de la vitrocerámica -añadía-
nos obligó a adquirir cazuelas y sartenes adaptadas a los nuevos artilugios y desechar las antiguas y,
también, las cazuelas de barro en las que la comida mejoraba y se mantenía más
tiempo caliente. Pues bien, como tocaba que me renovase y en vista de que los
cuchillos de mesa casi no cortaban, decidí ir a Ikea y proveerme de nueva vajilla, unos vasos y nuevos cubiertos de
acero inoxidable. El resultado de ese cambio fue mediocre, es decir, que las
cucharas cumplían su misión, los cuchillos cortaban, pero los tenedores eran algo
romos y no pinchaban los trozos de filete de carne si no se ponía mucha fuerza
en el empeño. Los actuales tenedores de mesa, que son una versión reducida de aquellas
horcas bifurcadas llamadas horquillas patibulares utilizadas en las granjas
paras limpieza de establos. Los hay para carne, pescado y postre. Catalina de Médici, consorte de Enrique II de Francia los utilizaba
para rascarse la espalda. Los primeros cubiertos fueron de plata, resistente a
los ácidos por su efecto antibacteriano. Pero tenían el inconveniente de que se
oscurecían en contacto con los alimentos ricos en azufre, como el pescado o los
huevos, formándose sulfuro. Por ello, en 1824 entró en el mercado
de Prusia la llamada “plata alemana”,
una aleación de cobre, zinc y níquel. Antes de la Segunda Guerra Mundial, la
cubertería de acero inoxidable se usaba casi exclusivamente en restaurantes y
cantinas, no en casas particulares. Posteriormente se popularizó. Pues bien, ya
en casa, descubrí que los platos y los vasos estaban fabricados en Turquía y
eran como los que aparecen en la mesa en las series de televisión acarameladas
que nos inundan tarde y noche. La cubertería, fuerte como la espada del Cid, estaba fabricada en China. No entendí
cómo los suecos encargaban tenedores a un país que come el arroz y todo lo que
le pongan en el plato con dos palillos que manejan a la perfección, casi como
esas encajeras de Camariñas (Galicia) con el manejo del mundillo, los alfileres
en la almohadilla y los hilos de algodón o lino enroscados en los bolillos de madera de boj.
Se cuenta que tal afición gallega procede de la técnica del bolillo aprendido
de una superviviente del naufragio de un barco italiano. En el caso de Almagro,
esa afición del encaje de bolillos se debe al vínculo lanero de Castilla con
los Países Bajos durante el siglo XVI, que hasta se menciona dos veces en “El Quijote”, o por la influencia de los Fúcares, ese clan de banqueros y
financieros de Augsburgo (descendientes
de Hans Fugger, (apodado “el rico Fúcar”), que explotaron las minas
de Almadén. Se cuenta que en 1766 Manuel
Fernández y su mujer crearon un
taller de blonda en Almagro en el que fabricaban delicadas mantillas y que daba
ocupación a más de 140 mujeres. En la actualidad existe en esa localidad manchega
el Museo de Encaje y la Blonda, una estatua en una glorieta y se mantiene un
encuentro anual de encajeras. Se sabe que los Fúcares tuvieron casa en Almagro
y en Madrid, esta última localizada en el antiguo Barrio de las Musas. Aquella
casa desapareció a mediados del siglo XIX y en ese solar se levantaron
viviendas (Atocha número 101, esquina a Fúcar). Existe una placa en el indicado
número de la calle Atocha colocada por el Ayuntamiento en 1992 recordando su
historia:
AQUÍ
TUVIERON
SU CASA Y BANCA
LA FAMILIA FUGGER
“LOS FÚCARES”
BANQUEROS DE LOS REYES
EN LOS SIGLOS XVI-XVII
En Cataluña, más concretamente en Arenys de Munt, a ese
trabajo de blonda se le conoce como “puntas
al coixi” o “puntaires”. Entre
magistrados, jueces, fiscales y letrados de la Administración de Justicia están
muy solicitadas las puñetas filigranadas catalanas que portan en las bocamangas
de sus togas. Mire el lector por dónde, los tenedores
chinos que vende Ikea con púas demasiado
romas me han llevado por otros derroteros y he terminado escribiendo sobre el
encaje de bolillos, como podría haberlo hecho sobre las virtudes de las aguas
del río Cidacos, que pasa por Arnedillo y que, según afirmaba Pascual Madoz, tienen la virtud de sacar
del cuerpo esquirlas de bala; o cuando a un convoy le mueven el espadín de las
agujas y cambia de itinerario, o termina estrellándose contra la topera. Una
cosa conduce a otra con tal de marear la perdiz, que siempre es una táctica
dilatoria.
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